Capítulo 5: Charco de tinta

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El bolígrafo danzaba entre los dedos de Yesira como una experta bailarina. Apenas parecía existir el roce entre plástico y piel, mientras lo hacía rotar a gran velocidad. No siempre había sido así. Los primeros días de práctica fueron nefastos. Al principio, lo hacía para matar el aburrimiento en las clases que menos le gustaban, pero pronto se convirtió en un reto personal. Así como la tinta nunca terminaba de agotarse, ella no se rindió hasta que, tras años de hábito, logró que aquello fuera como respirar. Observando el aleteo en su mano, se planteaba lo estúpido que había sido invertir tanto esfuerzo en algo tan banal. Cualquiera le hubiera saltado con lo típico de que, si hubiera leído libros en lugar de hacer eso, ahora andaría por la centena de tomos. A este apunte, ella hubiera respondido que, de haber leído durante todo ese tiempo, ahora no sabría voltear su bolígrafo con tanta maestría. Y que el apuntador se metiese su apunte por donde le cupiese mejor.

Tan ensimismada estaba en sus propios pensamientos, que ni siquiera se dio cuenta de que su hermana la llevaba observando tres minutos, aguantándose la risa. Quince segundos más fue todo lo que aguantó, antes de desahogar toda la tensión en una carcajada que hizo a Yesira sobresaltarse.

—¡La babilla, que se te cae! —se la limpió con el pulgar—. ¿Qué haces, que no estás ya preparada? ¿No habías quedado con las tres mellizas en media hora?

No respondió. La visión de su hermana arreglada era demasiado peregrina como para emitir un veredicto inmediato. Reconoció la falda larga verde que le había sisado de su armario, y llevaba una camisa de tirantes blanca que nada tenía en común con las anchas sudaderas que solía lucir en los pasillos del instituto. Unido todo esto a su pelo, también denominado «estropajo» por Claudia en más de una ocasión, que lucía como una brillante melena de león, y a una leve sombra de ojos, a Yesira le costó reconocer a la hermanita friki, siempre escondida tras su portátil.

—Pero tía... No veas, ¿no? —Fue todo lo que fue capaz de decir.

—Una, que le gusta cuidarse —rio Yaiza, ahuecándose el cabello.

—Si, y una mierda —se incorporó, sonriendo—. Y una cosa, ¿tú desde cuándo sales en San Juan, ratona?

—Pues desde hoy, ¿tan raro te parece?

—No seas tonta, si me alegro. Y sí, he quedado con esta gente, pero...

—Pero preferirías no ir, ¿no? —Se sentó a su lado—. ¿Y por qué no se lo dices, lisa y llanamente? ¡Claudia, que te den por culo! —exclamó, poniendo voz de señor peripuesto.

Yesira rio con ganas. Cosas como aquella le hacían olvidar cualquier problema que tuviera. Incluso, por un momento, se deshizo de esa extraña sensación con la que arrastraba desde que abandonó el Bar San Borondón. No sabía cómo explicarlo, pero que se marchó a toda prisa el día anterior, una especie de timbre mudo resonaba en su cabeza. Una inquietud a la que no sabía poner nombre, pero que estaba ahí. La lógica le decía que debía estar relacionado con lo que experimentó en aquel lugar, pero todo lo que tenía que ver con eso le provocaba jaqueca. Su rostro se ensombreció.

—No lo veo —explicó muy seria—. Llevo sin hacerles caso mucho tiempo, y como me raje hoy, ya será el colmo. Es la excusa que están buscando para terminar de machacarme.

—¡Pues ya te estás levantando! —Tiró de ella—. Quedarte aquí de morros no solucionará nada. Verás como al final te lo acabas pasando bien.

—Sí, seguro... —replicó, dejándose remolcar.

—¡Y quita esa cara, que te conozco! ¡Venga a la ducha, con esos pelos de loca que me llevas! ¡Luego dirás de mí!

La FacultadWhere stories live. Discover now