Prólogo

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En una noche fría y solitaria, un alfa de cabellera verdosa se encontraba recostado en su cama dando sus últimos suspiros de vida por la muerte inminente que le esperaba, consciente de su destino. Hace un mes que su parte lobo estaba sufriendo, se sintió cada vez más débil a causa de la ruptura; su omega lo dejó tirado por ser un alfa infértil. Midoriya desde siempre supo que lo era, sabía que era algo que le sucedían a algunos lobos, por ello acudió a tratamientos que le otorgaran un ápice de esperanza y poder darle a su omega un cachorro.

El contárselo a su pareja fue complicado. Al principio, aceptó que fuera así, total, ambos eran todavía jóvenes y tener cachorros no estaba en sus planes de vida. Todo iba bien, hasta que la omega con la que estaba, luego de años manteniendo una relación se harta de la situación y desahoga lo que sentía delante del alfa de mejillas pecosas. Ella no podía vivir con la idea que jamás será madre, estaba en la etapa de su vida donde añoraba tener crías y no adoptaría a ningún niño. Quería que sea de su propia sangre, tenerlo en su vientre y sentir lo bello que es la experiencia de siete meses esperando por verlo nacer. Tampoco es que quisiera someterse a métodos que invadan su cuerpo, la loba de la omega era muy reacia a ese tipo de cosas y más si estaba marcada por su alfa.

Tuvo que ponerle fin a su historia de años.

Lastimosamente, no lo hizo de la mejor manera. Para el día en que Ochako decidió hablar, también le comentó de la nueva alfa que la estaba cortejando y la razón por la que llevaba impregnada un suave aroma a jazmines y vino tinto. Esto generó el deterioro y depresión del lobo de Izuku, por esa razón es que él actualmente se hallaba encerrado en un pequeño departamento, porque, por obviedad, no estaría de arrimado junto a la castaña presenciando cómo rehace su vida al lado de otra persona.

Ahora miraba la hora en el reloj, eran las doce de la noche. Los malestares que tenía a causa del abandono lo estaban consumiendo. Su omega, a la que amó por cuatro años de vida, estaba siendo marcada por alguien más y rompía el lazo que los unió en algún momento de su historia juntos. Su lobo aullaba en agonía total. Si para un omega el perder a su alfa significaba arder hasta reducir en nada la cicatriz de unión, en un alfa lo condenaba a un infierno gélido, intoxicado a base de lamentos y tortuosos llantos que desenlazaban en su defunción.

No soportaría por mucho tiempo, para ese lobo enamoradizo ella era su único amor. Fue la primera omega con la que entabló conversación en la universidad luego de culminar la escuela. Era hermosa, su lobo la adoraba y pensaba que no existía omega más tierna que ella. Bueno, aún lo sigue creyendo, a un paso de su muerte no puede evitar que se le venga a la mente aquella castaña de cachetes prominentes que emanaba un aroma a ciruela y margaritas. Él se sentía patético, jamás consideró su condición como algo que lo pudiera tener en esa circunstancia trágica y desoladora. Se consideraba un alfa incompleto, un alfa fracasado, una deshonra a su casta, un inútil incapaz de ofrecerle a su omega lo que cualquiera anhelaba, un hijo...

Tal vez si cerrara los ojos, cese su sufrimiento y desaparezca el frío entumecedor que lo tenía tiritando pese a estar abrigado de pies a cabeza.

Sin embargo, tuvo que postergar su sueño al oír un timbre tocar su puerta. Qué extraño fue para el alfa escuchar un llamado de afuera a altas horas de la noche. Al menos eso lo haría creer que existía alguien que aún le dio importancia en sus últimos minutos despierto, se iría con esa idea, ya que, para ser sinceros, él decidió alejarse de la mayoría de sus amistades. Nadie se enteraría de las condiciones del miserable alfa y no es como si quisiera preocupar a los demás con sus problemas.

Ya era tarde para eso.

Los golpes en la madera eran cada vez más fuertes y demandantes, Izuku no entendía el motivo de la insistencia. Decidió no dar atención y concentrarse en dormir, pero la bulla distrajo su mente, lo ruidoso de aquella tocada le era familiar. Se le vinieron recuerdos de esos años en el que daba igual si era alfa u omega, sólo se divertía a su corta edad y nada más importaba que reír y correr en el bosque cerca a su hogar de la infancia. Lo mismo que aquel niño de hebras rubias que hacía ruidos con el propósito de obtener su atención. Él tiraba piedras enanas al marco de su ventana o fingía ser un policía tocando la puerta cual metralleta continua, tratando de ingresar a la habitación de Izuku, inmerso en el miedo debajo de las sábanas protectoras.

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