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La escarlatina que había barrido el pueblo era una cepa particularmente virulenta, los peores efectos recayeron sobre los muy jóvenes y los ancianos. No había bastantes médicos para atender a los enfermos, y nadie de fuera de Miyagi se atrevía a venir. Después de visitar la casita de campo para examinar a los dos pacientes, el exhausto doctor había prescrito cataplasmas calientes de vinagre para la garganta.

     ―No estamos haciendo lo suficiente ―dijo Yuji al cuarto día. Ni él ni Fushiguro habían dormido lo bastante, ambos hacían turnos cuidando de su hermano y su prima enfermos. Yuji entró en la cocina, donde Fushiguro estaba hirviendo agua para el té―. Lo único que hemos logrado hasta ahora es hacer su condición más confortable. Debe haber algo que pueda detener la fiebre. No dejaré que esto vaya a peores. ―Se mantenía en pie, rígido y tembloroso, acumulando palabra sobre palabra como si tratara de mantener erguidas sus defensas.

Y parecía tan vulnerable que Fushiguro se compadeció. No se sentía cómodo tocando a otras personas, o siendo tocado, pero un sentimiento fraternal le llevó a dar un paso hacia él.

     ―No ―dijo Yuji rápidamente, cuando se dio cuenta que Fushiguro había estado a punto de establecer contacto con él. Dando un paso atrás, dio una sacudida fuerte de cabeza―. Yo... no soy la clase de persona que puede apoyarse en alguien. Me haría pedazos.

Fushiguro entendía. Para la gente como Yuji, y como él mismo, la proximidad significaba demasiado.

     ―¿Qué hacemos? ―susurró Yuji, envolviéndose a sí mismo con los brazos.

Fushiguro se frotó los ojos cansados.

     ―¿Has oído hablar de una planta llamada belladona?

     ―No. ―Yuji sólo estaba familiarizado con las hierbas utilizadas en la cocina.

     ―Sólo florece de noche. Cuando sale el sol, las flores mueren. Había un hechicero, un hombre de pociones, en mi clan. A veces me enviaba a conseguir las plantas que eran difíciles de encontrar. Me dijo que la belladona era la hierba más poderosa que él conocía. Podía matar a un hombre, pero también podía traer de vuelta a alguien al borde de la muerte.

     ―¿La viste en acción alguna vez?

Fushiguro asintió con la cabeza, echándole un vistazo de soslayo mientras se frotaba los músculos tensos de la nuca.

     ―Vi como curaba la fiebre ―masculló. Y esperó.

     ―Consigue algunas ―dijo Yuji finalmente, con voz inestable―. Puede resultar fatal. Pero sin duda los dos morirán sin ella.

Fushiguro hirvió las plantas que había encontrado en la esquina del cementerio del pueblo, hasta reducirlas a un fino jarabe negro. Yuji estaba de pie a su lado cuando filtró el caldo mortal y lo vertió en una pequeña taza.

     ―Ryōmen primero ―dijo Yuji con resolución, aunque su expresión estaba cargada de duda―. Está peor que Tsumiki.

Acudieron a la cama de Ryōmen. Era asombroso lo rápidamente que un hombre podía deteriorarse por la escarlatina. La cara anteriormente bien parecida de Ryōmen era irreconocible, turgente, henchida y descolorida. Sus últimas palabras coherentes habían sido el día anterior, cuándo le había rogado a Fushiguro que le dejara morir. Su deseo pronto sería concedido. Según todos los indicios, el trance sólo estaba a horas, sino a minutos de distancia.

Yuji fue directamente a una de las puertas de shōji exterior y la abrió, dejando al aire frío barrer la corrupción del vinagre.

Ryōmen gimió y se revolvió débilmente, incapaz de resistirse cuando Fushiguro le forzó a abrir la boca, alzó una cuchara, y vertió cuatro o cinco gotas de la tintura en su lengua seca y resquebrajada.

Yuji fue a sentarse junto a hermano, alisando su pálido cabello.

     ―Si fuera a... tener efectos adversos —dijo él, cuando Fushiguro sabía que quería decir «si esto fuera a matarle»―, ¿cuánto se demoraría?

     ―De cinco minutos a una hora ―Fushiguro vio el modo en que la mano de Yuji temblaba mientras continuaba alisando el cabello de Ryōmen.

Pareció la hora más larga en la vida de Fushiguro, los dos sentados sobre sus piernas y mirando a Ryōmen, mientras éste se movía y mascullaba como si estuviera en medio de una pesadilla.

     ―Vamos hermano ―murmuró Yuji, pasando un trapo fresco sobre su cara.

Cuando estuvieron seguros que no volverían las convulsiones, Fushiguro recuperó la taza y se puso de pie.

     ―¿Ahora se lo darás a Tsumiki? ―preguntó Yuji, todavía bajando la mirada hacia su hermano.

     ―Sí.

     ―¿Necesitas ayuda?

Fushiguro negó con la cabeza.

     ―Quédate con Ryōmen.

Fushiguro fue al cuarto de Tsumiki. Ella estaba inmóvil y silenciosa en la cama. Ya no lo reconocía, su mente y cuerpo estaban consumidos en el rojo calor de la fiebre. Cuando la alzó y le dejó caer la cabeza hacia atrás sobre su brazo, ella se contorsionó en señal de protesta.

     ―Tsumiki ―dijo suavemente―. Quédate quieta. ―Los ojos de ella se abrieron ligeramente ante el sonido de su voz―. Estoy aquí. ―Susurró. Cogió una cuchara y la sumergió en la taza―. Debes tomarlo. ―Pero ella se negó. Giró la cara, y sus labios se movieron en un susurro silencioso.

     ―¿Qué? ―murmuró él, echándole la cabeza hacia atrás―. Tsumiki. Debes tomar esta medicina.

Ella susurró nuevamente.

Comprendiendo las ásperas palabras, Fushiguro la contempló con incredulidad.

     ―¿La tomarás si te digo mi nombre?

Tsumiki se esforzó por producir bastante saliva para hablar.

     ―Sí.

Su garganta se apretó más y más, y las comisuras de sus ojos ardieron.

     ―Es Megumi ―se las arregló para decir―. Mi nombre es Megumi.

Entonces le dejó poner la cuchara entre sus labios, y el veneno entintado goteó por su garganta. Su cuerpo se relajó contra él y apoyándose contra la pared, cayó en un trance oscuro mientras esperaba su destino.

Inconsciente de cuánto tiempo pasaba, descansó con ella hasta que un movimiento en la puerta y un brillo de luz lo despertaron.

     ―Fushiguro. ―La voz ronca de Yuji. Sostenía una vela en el umbral.

Fushiguro tanteó ciegamente en busca de la mejilla de Tsumiki, posó su mano a un lado de la cara, y sintió un estremecimiento de pánico cuando sus dedos encontraron la fría piel. Hasta que reparó el pulso en la garganta.

     ―La fiebre de Ryōmen ha desaparecido ―dijo Yuji―. Va a recuperarse.

     ―Ella también ―respondió Fushiguro mirándolo.

Y ambos al fin pudieron dar un largo suspiro, para así aplacar el tumulto de emociones que llegaban a su fin.

El encanto del AmanecerWhere stories live. Discover now