Capítulo 4

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Kellen los condujo a través del inmenso mar de césped, flores, fuentes y esculturas de los Jardines Dorados de Vannadian. Jenna había dado por supuesto que tratarían con uno de los muchos funcionarios que vivían en Campo de Lirios, como miembros de la corte; algún viejo burócrata a cargo de pagar la soldada y contabilizar los impuestos, pero, en su lugar, Kellen los llevó directamente hacia el célebre laberinto de setos que se extendía al pie de las murallas del castillo.

Aquello la hizo torcer la boca en un agrio gesto de resignación. Ningún funcionario miope de tanto contar calderilla gustaba desperdiciar el tiempo en la lujosa frivolidad de los jardines. Solo podía haber un motivo por el que Kellen los llevaba hasta allí, y no le gustaba en absoluto.

El laberinto era inmenso. Consistía en una serie de rectángulos de césped separados por altos setos cubiertos de flores, con caminillos de mármol, lagos artificiales, árboles en flor y fastuosos pabellones bañados en pan de oro. Durante el trayecto, se toparon con varios nobles que vegetaban bajo el sol; señoritingos de nariz levantada y damas tan estiradas y arrogantes que uno hasta podía calcular el largo del palo que debían tener metido en el culo. Varios de ellos la reconocieron y se quedaron mirándola como idiotas, sin disimular en lo más mínimo. Ella les sostuvo la mirada, desafiante.

«Malditos parásitos...»

Volvió la vista al frente. Había escuchado las suaves risas y aplausos más adelante, y supo enseguida lo que la aguardaba tras uno de los altos muros de vegetación.

Un grupo de jóvenes damas y caballeros (todos y cada uno de la más rancia nobleza del sur) alentaban a dos hombres que se batían blandiendo espadines romos. Uno de ellos iba vestido con un elegante chaleco amarillo, y llevaba claramente la ventaja. Arremetía contra su rival con veloces estocadas a una mano, descansando la otra sobre la zona baja de la espalda, un estilo de esgrima característico del oeste de Laurentia, donde el poco uso de armaduras pesadas permitía decantarse por hojas tan finas y ligeras como aquella.

El hombre del chaleco parecía haber nacido para practicar ese estilo. Avanzaba y fintaba como si flotara sobre el suelo, estocando con la celeridad y precisión de una serpiente. Su rival retrocedía, visiblemente desbordado. Uno de sus bloqueos llegó demasiado tarde: la punta del espadín lo golpeó de lleno en el pecho, con tanta fuerza que lo arrojó de nalgas contra el césped.

El pomposo público estalló en vítores y aplausos. El hombre del chaleco se volvió hacia ellos, doblándose en la más perfecta y elegante de las reverencias. Hágnar le dio un codazo en las costillas, sonriendo malicioso.

—Se mueve bastante bien, ¿eh?

Jenna torció los labios en una mueca despectiva. Se movía bien, ciertamente, pero dudaba de la efectividad que un estilo marica como ese pudiera tener en un campo de batalla de verdad, contra cualquiera que llevara un mínimo de protección. Y si de campos de batalla se trataba, Jenna sabía muy bien que Benett Dorwan no había pisado uno en su vida. Le gustaba verse a sí mismo como un gran estratega que dirigía a sus tropas desde la retaguardia, pero eso tampoco era cierto. Durante la última guerra con Iörd, más allá de los soldados que aportó a la lucha, el marqués no destacó en absolutamente nada. Jenna lo conocía lo suficiente como para saber lo peligroso que podía resultar resaltarle ese hecho.

Cuando Dorwan finalmente se volvió hacia ella y la vio, el cambio de expresión en su rostro fue todo un espectáculo: un repentino acceso de asombro seguido de la más petulante y venenosa de las arrogancias.

—Jenna del Sindicato —dijo con su voz de barítono—. Pero qué inesperada sorpresa.

Benett avanzó hacia ellos, espada en mano, mientras su grupo de urracas aduladoras la contemplaba con morbosa curiosidad. Jenna lo escrutó con el ceño fruncido. El aspecto del marqués seguía siendo soberbio: alto y esbelto, de hombros anchos y cintura estrecha, con una frondosa cabellera castaña peinada hacia atrás y una barba perfectamente recortada a juego. Los ojos grises y pedantes la recorrieron de arriba abajo con insolencia. Dos años atrás, cuando recién había ingresado a su servicio, Jenna había estado un tanto enamoriscada de él. Su presencia, después de todo, imponía. Sin embargo, su opinión del señor de la Marca Baja mutó cuando empezó a verlo como lo que realmente era. En poco tiempo, aquella pequeña infatuación fue reemplazado por un total y completo desprecio.

Crónicas de Kenorland - Relato 5: Una flor en el pantanoWhere stories live. Discover now