Capítulo 8

67 12 11
                                    

Luego de mucho tiempo volvió a tener aquel sueño.

Soñó con unas manos grasientas y callosas que se hundían con avidez en sus muslos. Soñó con el llanto desconsolado de una mujer, sus labios partidos y chorreantes como ciruelas. Soñó con el día siguiente, con otra pequeña vasija de barro llena de flores: un obsequio marcado por la vergüenza.

Soñó con la hoja de un puñal alvoreano, la consoladora sensación de su peso al subir y bajar, desgarrando piel, huesos y carne... Solo que era su propio cuerpo el que rasgaba, su propia carne, su propia sangre la que se derramaba sobre el suelo de tierra.

«No...no...no...no...no...no... no...»

Jenna se incorporó bruscamente, sentándose en el fango apestoso del cenagal. Su mano se cerró por puro instinto en el lugar donde debería haber estado su espada.

«Mierda...»

Se levantó del piso, sacándose de encima la manta de su saco de dormir. Miró desorientada a su alrededor. Era de noche aún, y el aire era frío, tan frío como el sudor viscoso que la empapaba bajo la chaqueta. Un fuego ardía en el centro del campamento, proyectando sombras extrañas sobre los hombres que dormían a su abrigo.

Vio a los tres caballeros de Campo de Lirios, roncando a pierna suelta junto a sus armas. Para su asombro, el joven señor no estaba entre ellos. Erik Dorwan se restregaba las manos frente al fuego, sentado sobre un viejo tronco caído. Así que pese a ser el flamante capitán y el mismísimo heredero de Campo de Lirios, el mocoso no dudaba en hacer su turno de guardia. Admirable.

Erik le devolvió la mirada, esbozando una sonrisa de disculpa. Jenna se percató en ese instante de lo demacrado que parecía. Tenía unas ojeras enormes y estaba blanco como un muerto. Las manos, cruzadas sobre su regazo, no dejaban de temblar a la luz de la fogata. Era comprensible. Jenna hubiese apostado todo lo que le habían pagado en Campodeoro a que era la primera vez que Erik participaba de una batalla de verdad, si es que la trifulca en el pantano podía considerarse una batalla.

Fuese como fuese, el bautizo de sangre podía quebrar a la mayoría si no se estaba preparado, y Erik, sin lugar a dudas, estaba más verde que la hierba de los jardines de su castillo.

—Mi señor de Dorwan —dijo Jenna, inclinando la cabeza con rigidez.

—¿Problemas para dormir, mi señora?

—No, nada de eso —mintió—. Es la humedad. Y estos mosquitos de mierda. No me dejan ni cerrar los ojos.

—Te entiendo. Yo tampoco estoy acostumbrado a esto.

Jenna asintió vagamente, sentándose en el tronco al otro lado del fuego.

—¿Dónde está Hágnar? —preguntó—. Supongo que no habrá vuelto a la ciudad en busca de más vodka.

—Oh, el maestro Hágnar salió a echar un vistazo. Dice que quiere seguir el rastro de los forajidos hasta su refugio.

—¿En medio de la noche? —Jenna torció los labios, sintiendo una puñalada de dolor en la mejilla. El tajo que le cruzaba el tabique tampoco iba mucho mejor—. La antorcha que lleve para ver dónde pone los pies lo delatará a kilómetros de distancia.

—A mí también me sorprendió... pero no se llevó ninguna antorcha. Según él, con una luna cómo esta se puede avanzar sin problemas por los cenagales.

Jenna alzó la vista. En efecto, la luna en cuarto creciente brillaba con fuerza en el cielo. Su luz atravesaba como un velo el retorcido dosel de ramas sobre sus cabezas. Aun así, el follaje era demasiado tupido como para que uno pudiera ver con precisión la tierra bajo sus pies. Pero era Hágnar. Borracho o no, proezas más insólitas se habían cantado sobre él. Miró al chico. Uno de los mejores guerreros del Sindicato era una cosa, el primogénito de Benett Dorwan otra completamente diferente.

Crónicas de Kenorland - Relato 5: Una flor en el pantanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora