Prólogo.

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Dos hermanos que eran unidos por la misma sangre alguna vez jugaron entre si, la inocencia los invadía. Correteaban por toda la casa mientras los pasillos eran invadidos por la suave melodía de sus risas, eran inseparables. Días de juegos, risas y diversión pero, sin embargo, la diversión siempre era acabada por una regla estricta que jamás debían romper.

Su inocencia iba más allá de su imaginación y como todos los niños, la curiosidad de explorar el mundo les intrigaba.

La única regla que no debían romper: no entrar al estudio de su padre.
No era una regla como tal, no se les prohibía salir al jardín, hacerles travesuras a sus vecinos o salir a la calle; aquella regla era tan sencilla y pequeña pero que atraía mucho su atención.
No sabían que podían encontrar allí solo más que olor a pintura y barniz, su padre era pintor. Mientras jugaban a las escondidas y el mayor de ellos contaba, la menor debía buscar un escondite. Quería un lugar único en donde no la encontrara, no obstante, su hermano sabía casi todos los escondite de la casa y podría encontrarla en un pestañeo... excepto un lugar al que no había ido jamás.

La niña no está del todo segura de entrar, pasaba por la puerta color caoba y se acobardada, temblorosa y con un acto de valentía o un susurro al oído la insitó a adentrarse en ese gran estudio. En su mente sentía que la llamaba, que le susurraba que entrara. Y así fue.
Está sorprendida, por un lado, no sabía exactamente el porqué de esa regla ridícula, el lugar era magnífico, espléndido y encantador. Pinceles y brochas en su escritorio, un caballete con un lienzo a penas sin acabar, paletas de colores y óleos por doquier. Por el piso hojas en blanco y dibujos extraños mientras que en la pared había pequeños cuadros que rodeaban al mayor de ellos. Parecía que todos tenían algo en común, sin embargo, no se fijó del todo en ello.

Había quedado cautivada con el gran cuadro del centro, era enorme y oscuro, aunque no entendiera del todo la pintura le fascinaba. Sentía algo extraño que recorría su cuerpo como un escalofríos y como una suave y delicada brisa la empujaba a acercarse, experimentaba como una voz la llamaba. Estaba contenta, pensaba que era mágico pero solo era una insignificante pintura.

La voz recitaba en un cantar su nombre y poco a poco se acercaba a la pintura, quería tocarla pero no se atrevía.

“Ven”...

“Ven”...

Sonaba como una melodía, como la melodía que le cantaba su madre cada vez que la peinaba, sin embargo, no podía recordar del todo. Haciendo caso a la voz, se acercó y rozó sus pequeños y frágiles dedos por la pintura. Sonrió.
No estaba preparada para lo que se avecinaba, sintió como si una mano le tomara su brazo pero no sé encontraba absolutamente nada, una energía extraña la abrazó y el frío comenzó a invadir su cuerpo.

Que tonta.

Forcejeo para alejarse del cuadro, era inútil, ya la había atrapado. Sus ojos cafés se había tornado completamente de blanco, su mano se empezó a oscurecer y su piel a agrietar. La oscuridad amenazaba con avanzar por todo su cuerpo, cada vez recorría más y más. Era lenta pero invasiva. Su mente divagaba, extrañas imágenes viajaron por allí, imágenes que una niña de cinco años no pensaría jamás en su vida, el abismo mismo se apoderó de ella. Estaba inmóvil, tiesa, no pensaba por su cuenta.

Para su suerte o su desgracia, su padre la encontró y rápidamente la alejó de la pintura. Aún tenía los ojos blanquisinos y en su defecto, el brazo que estaba oscurisido poco a poco se desvaneció al igual que su piel se normalizó. El hombre no sabía que había sucedido o eso quería hacerse creer, sin embargo, sabía que hacer.
Con su hijo mayor y la niña debilitada, fueron en busca de ayuda. Una vieja anciana los ayudó, temían por su vida pero algo tenía más que claro, sabían que debían hacer.

La anciana les dijo:

—No se que atrocidad pudo pasarle si no la encontrabas a tiempo. Hiciste bien en venir.

El hombre preocupado pero atento, asintió. Las lágrimas comenzaron a salir, estaba destrozado; si su hija moría no podría afrontarlo.

—Has lo que tienes que hacer. —dijo él.

La anciano hizo una mueca.

—Sabes el precio.

—Te pagaré. T-te daré lo que sea. Lo que pidas. Puedo entregarte mí casa si es necesario. —respondió en un acto de desesperación.

—Hijo, a mí no es quién debes pagar sino a él. Él no quiere dinero tampoco tu casa, quiere algo más valioso. —dijo la anciana— Debes entregarla.

—¿¡Qué!? —gritó— Es mí hija, jamás se la entregaría.

Acto seguido, la anciana río.

—Entonces, dale sus recuerdos. Son aún más valioso que su vida. Nada más valioso como los recuerdos de una simple niña inocente.

El hombre asintió. Tenía miedo a perderá su hija, la amaba al igual que su hermano, si perdía a uno, moriría en su lugar. La niña mejoró había perdido gran parte de su memoria pero estaba viva, estaba con su familia.

No volverá a suceder.” pensó el mayor.

Estaba a salvo o eso creían.

HiraethWhere stories live. Discover now