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Esta historia comienza, como muchas otras, con una niña.
Una niña corría descalza por las calles frías del mes de enero en New Jersey. No estaba jugando, ni riendo. No corría como una niña. Porque no era una niña normal.
Corría como alguien con miedo. Alguien culpable. Alguien que escapa.
Su nombre era Hazuki Kimora. Pero nadie le decía así. Para todos y para sí misma era simplemente Zuki.
En ese momento Zuki tenía cinco años y acababa de matar por primera vez.
El sol se terminaba de poner y las luces de la calle ya estaban encendidas, parpadeantes. Era una hora demasiado tardía para que una niña de cinco años deambulara sola. Especialmente en un barrio como aquel.
Pero era a ella quién había que temerle.
Su coleta estaba despeinada y sus ojos vidriosos, no llevaba puesto nada más que un raído vestido, que estaba más sucio aún que su cara polvorienta. Sus rodillas y codos estaban magullados. Las lastimaduras y la suciedad no tenían nada que ver con el asesinato ocurrido minutos atrás. Simplemente tenía a nadie para que la bañara.
Zuki no era era la presa, era la fiera, pero tenía cinco años, y estaba aterrada. Lo único que podía hacer era escapar. Correr. En su defecto, esconderse. Pero no tenía a donde ir. No había refugio al cual acudir. Se había quedado sin casa y sin familia. Podía correr con esa velocidad por la adrenalina, pero su pequeño cuerpo estaba demasiado debilitado como para aguantar mucho más. No recordaba la última vez que había comido.
Se escurrió finalmente en un callejón entre dos edificios, donde los tachos de basura eran lo suficientemente altos como para poder esconderse cómodamente. Se acurrucó entre ellos. Su cuerpo entero tiritaba, sus labios estaban violetas. Trató de darse calor abrazándose a sí misma, pero el frío ya había invadido sus huesos.
Tenía miedo, pero no lloraba ni tenía ganas de hacerlo.
Lo que había hecho no tenía vuelta atrás. A pesar de tener solo cinco años, Zuki lo sabía.
¿Y ahora qué?
Si hubiera sido por ella, se habría quedado sola, en aquel callejón helado, tiritando hasta morir de la hipotermia. Habría dejado que el frío terminara de congelar su sangre, de apagar su corazón. Habría pagado su pecado de la manera más básica de todas: la muerte.
Pero el destino no lo quiso así. Algo peor le aguardaba. Es por eso que esto no es una historia, es una tragedia griega.
Una ráfaga de calor la invadió.
Zuki levantó la vista con velocidad, poniendo sus manos delante de su cara para tratar de protegerse de lo que tenía delante. Pero la actitud fue inocente: ningún par de manos mortales, aunque fueran más grandes y fuertes que esas, podrían protegerla de lo que tenía delante.
