Duelo a muerte con cuchillos

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Cuando llegué a la cima, estaba mareada y empapada en sudor. Contemplé la escena de abajo y decidí que mi presencia no cambiaría nada. Llegaba demasiado tarde.

Las colinas eran un páramo desolado de trincheras, armas destrozadas y máquinas de guerras rotas. Siguiendo cien metros por la autopista 24, las tropas de los emperadores habían formado columnas. En lugar de miles, ahora había varios cientos: una combinación de escoltas germani, cromandas, pandai y otras tribus humanoides. Un pequeño consuelo: no quedaban mirmekes. Al parecer, la estrategia de Frank de centrarse en las hormigas gigantes había funcionado.

En la entrada del túnel de Caldecott, justo debajo de mí, aguardaban los restos de la Duodécima Legión. Una docena de semidioses andrajosos formaban un muro de escudos a través de los carriles de entrada. Una joven que no conocía sujetaba el estandarte de la legión, y eso sólo podía significar que o Jacob había muerto o había resultado herido de gravedad. El águila de oro sobrecalentada echaba tanto humo que no distinguía su forma. Ya no fulminaría a más enemigos por hoy.

Hannibal, el elefante, estaba con las tropas protegido con su armadura de kevlar y lucía multitud de cortes sangrantes en la trompa y las patas. Delante de la línea se alzaba un oso Kodiak de unos dos metros y medio: Frank Zhang, deduje. Tres flechas sobresalían de su hombro, pero enseñaba las garras, listo para seguir peleando.

Me dio un vuelco al corazón. Tal vez convertido en un oso grandes Frank podría sobrevivir con unas cuantas flechas clavadas. Pero ¿qué pasaría cuando intentara transformarse en humano?

En cuanto a los demás supervivientes, me costaba creer que fueran todo lo que quedaba de las tres cohortes. Tal vez los que faltaban estaban heridos, en lugar de muertos. Tal vez debía consolarme con la posibilidad de que por cada legionario que había caído, cientos de enemigos habían sido eliminados. Pero tenían una apariencia trágica, se veían tan sobrepasados en número mientras vigilaban la entrada del Campamento Júpiter...

Alcé la vista más allá de la autopista, a la bahía, y perdí toda esperanza. La flota de los emperadores seguía en posición: una fila de palacios flotantes blancos listos para sembrar la destrucción sobre nosotros y luego celebrar la victoria por todo lo alto.

Aunque lográramos acabar con todos los enemigos que quedaban en la autopista 24, aquellos yates estaban fuera de nuestro alcance. Fuera lo que fuese que hubiera planeado Lavinia, no habría dado resultado. Con una sola orden, los emperadores podían arrasar el campamento entero.

Un galope de cascos y un traqueteo de ruedas llamaron otra vez mi atención sobre las líneas enemigas. Las columnas se separaron. Los emperadores en persona acudieron a negociar, montados uno al lado del otro en un carruaje dorado.

Parecía que Cómodo y Calígula habían competido para ver quien elegía la armadura más llamativa, y los dos habían perdido. Iban vestidos de oro imperial de la cabeza a los pies: grebas, camas, petos, guantes, yelmos, todo con recargados motivos de gorgonas y Furias, incrustados de piedras preciosas. Los protectores faciales de sus yelmos forma de demonios ceñudos. Solo distinguí a los emperadores porque Cómodo era más alto y más ancho de espaldas.

Dos caballos blancos jalaban el carruaje... No. No eran caballos. Sus lomos lucían unas cicatrices largas y feas a cada lado de la columna vertebral. Sus cruces estaban llenas de marcas de látigo. Sus adiestradores/torturadores andaban a su lado, sujetando las riendas y con unas picanas listas por si a los animales se les ocurría hacer algo.

Oh, dioses...

Caí de rodillas y tuve arcadas. De todos los horrores que hacía presenciado, ése me pareció el peor de todos. Aquellos corceles que en su día habían sido hermosos eran pegasos. ¿Qué clase de monstruo podía cortarle las alas a un pegaso?

Las pruebas de la luna: la Tumba del TiranoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora