A Jasper le gusta Freya, a Freya le gusta Levi y a Levi le gusta Jasper.
Un triángulo amoroso con una gran falla de cálculo, pues la realidad es que Jasper odia a Levi, Levi no siente nada por Freya y a Freya no le gusta Jasper.
Existe una solució...
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Jasper
—¡Intenta arrancarlo!
El motor gorgoteó, estremeciéndose con tanta fuerza que la desgastada carrocería de metal se sacudió con estrépito y se calentó aún más.
Suspiré, pasando el dorso de la mano por mi frente y volviendo a apoyarme en el cofre abierto del coche.
—No soy mecánica y apenas sé conducir —comenzó mi amiga, Freya, asomando la cabeza por la ventana del conductor—, pero empiezo a pensar que está muerto.
Cerré el cofre con más fuerza de la necesaria y negué con la cabeza, observando de reojo cómo Freya se bajaba del coche.
—Esto es culpa de mi hermana —acusé, dándome la vuelta para recargarme contra la parrilla del cacharro descompuesto. Todavía estaba demasiado caliente—. Nunca le da servicio a esta cosa; ni siquiera se molesta en llevarlo a que le hagan un chequeo.
—Al menos es un clásico pintoresco —señaló Freya, rodeando el coche para colocarse a mi costado.
Miré el automóvil con cierto recelo; era un Chevrolet Impala del sesenta y siete, pintado de color rojo cereza y con un visible desgaste por su antigüedad. Nunca pasaba desapercibido, y mucho menos para mi hermana mayor que tenía una extraña fijación por este tipo de coches clásicos, lo cual fue aún más llamativo cuando descubrió que estaba en oferta y en vez de costarle diez mil dólares, solo fueron cinco mil. Ahora que lo pensaba, tenía sentido que pereciera tan súbitamente.
—No tengo servicio —dijo Freya entonces, levantando el celular sobre su cabeza—. También está sin señal.
Saqué mi celular y comprobé lo mismo. Por ser una carretera, no había ni una misera raya de señal.
Freya y yo salimos de Seattle para ir a ver una exposición de arte renacentista —aficiones de ella a las que no podía simplemente negarme—, y cuando veníamos de regreso, el motor del coche simplemente decidió morir en plena autopista.
—Lo lamento —me disculpé, cruzando los brazos sobre mi pecho—. Nunca se me ocurrió que nos dejaría tirados.
Freya guardó su celular y agitó la mano, dándole nula importancia a lo que yo decía.
—No digas tonterías. Esto no fue tu culpa —aseguró y esbozó una sonrisa algo retorcida—. A menos que sea una mentira y en realidad este sea tu plan maestro para secuestrarme.
Dejé caer los párpados con incredulidad, pero antes de poder responder, Freya se quitó la chaqueta negra que llevaba encima y dejó ver la ceñida blusa roja de tirantes que traía debajo. No podía evitar verla; la forma en que su largo cabello castaño caía por sus hombros desnudos, el llamativo maquillaje que delataba su lado más artístico, las pecas que atravesaban el puente de su nariz, y sus ojos...