PRÓLOGO

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El frío de la madrugada atizaba los músculos de François Charpay volviendo el color miel de sus ojos en un ámbar oscuro. La brisa que venía del río hacía que sus huesos tiritaran. La noche era fría como un glaciar, pero perfecta para que el chico cumpliera con la ceremonia de iniciación.

—Han... elegido la... peor noche del año... para esto.

A duras penas las palabras podían salir lúcidas de sus labios. Sus manos estaban entumecidas y su cuerpo había empalidecido dos tonos al encontrarse semidesnudo, con solo un bóxer que cubriera su cuerpo.

Nadie hablaba. Los despiadados jóvenes observaban el reloj en la espera de que se hicieran las dos de la madrugada.

Tan solo restaban sesenta segundos para que Luttia Belmont sacara su teléfono para apuntar con su cámara.

Tan solo restaban cincuenta segundos para que Talissa Ebran se compadeciera del pobre François y comenzara a regañar a sus amigos por la pésima idea de la iniciación.

Tan solo restaban cuarenta segundos para que Bernard Milo gritara a los aires y tomara, con la excusa de aquel gran logro, a la chica de sus sueños en sus brazos.

Tan solo restaban treinta segundos para que Malton Rivera detuviera su cronómetro y corriera al rescate de François.

Tan solo restaban veinte segundos para que Baelee Oslumia, diera por terminado su discurso y diez segundos al fin para François cayera en mitad del río.

El propósito de aquel hecho era una prueba de virtud. François debía resistir tan solo un segundo más que Talissa, quien había soportado en ese río helado por once minutos con cuarenta y seis segundos.

Nadie más allá de ese pequeño círculo creía que soportar en un río helado en mitad del invierno fuera una locura, de hecho, el pequeño clan se sentía orgulloso. Juntos formaban un pequeño bollo de la élite de la Universidad de Merintia, una de las universidades más prestigiosas de Madrid.

Los seis no necesitaban más que esto. Lo tenían todo. Esa era una de tantas locuras de las que necesitaban para urgir sus vidas y sentirse llenos de algo.

Porque así eran, superficiales, materialistas en el exterior. Tan solo necesitaban de alguien ingenuo como Román Geneaget, que los trajera de un tirón a la realidad, esa que ignoraban y que la D.S conocía muy bien.

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