Parte única

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El océano siempre ha sido objeto de mi devoción. Espejo infinito y brillante, cuando era niño soñaba con poder surcarlo, coronarme como su dueño y desvelar sus secretos y tesoros. A tanto llegó mi obsesión, que cuando cumplí la mayoría de edad me hice con un navío de poca monta, una brújula oxidada y un mapa desdibujado, y con poca idea y mucha ambición comencé a surcar el vasto azul. No tardé mucho en olvidarme de lo que había al otro lado de la orilla: de la tierra firme, de los mercados de las plaza, de los dioses. Y a estos últimos, arrogante de mí, llegué a considerarlos banales y ociosos cuando de tejer mi destino se trataba.

Hoy, en cambio, mientras contemplo como una ola de azul furioso rompe mi mástil y tumba la proa, me arrepiento de haber dudado de la fragilidad de los hombres; y, como tormenta que azota el cielo, recuerdo las palabras que tuve con mi hermana horas antes de lo que parece mi final:

Recostado frente a mi mesa, hipnotizado por mi recién adquirido collar de rubíes, tres toques impacientes sobre la puerta interrumpieron la calma de mi camarote. Resuelta y de paso firme, la figura tras la puerta irrumpió en el cuarto sin esperar respuesta.

—Sabes que no tiene mucho sentido llamar y entrar de todas formas, ¿verdad? — le recriminé sin levantar la vista de la piedra preciosa; no me hizo falta ni mirar para saber quién ha sido.

—¿En serio pretendes meterte en el ojo de la tormenta? Daquan, ¿estás demente o los graznidos de las gaviotas te han dejado imbécil de por vida?

Cual canto de sirenas, la pregunta de mi hermana Kayla captó finalmente toda mi atención, y me vi obligado a mirar directamente a su poblado ceño fruncido y ojos oscuros prendidos en llamas. Aunque no tendía a enfadarse, cuando lo hacía era verdaderamente aterradora. Plantada en medio de la alfombra con sus botas de caña alta y un abrigo largo azul, las minúsculas trenzas que peinaban su cabello se me asemejaban a serpientes, y su tez oscura daba la impresión de estar a punto de entrar en combustión.

—Voy a asumir que Jack ya te han contado mi plan... —empecé, pero, por supuesto, no me permitió terminar la frase.

—Tu plan suicida, sí, estoy al tanto. Y creo que sabes tan bien como yo que si nos adentramos en esas nubes nunca saldremos vivos.

—¿A qué viene tanto nerviosismo? ¡Cálmate, mujer! No anuncies ningún funeral todavía, catastrofista. Bien sabes que somos los mejores navegantes y piratas de todo el continente; una lluvia no va a hacer que nos acobardemos. Además, si no cruzamos ya, otros se nos adelantarán y se harán con el tesoro de las islas Kei.

Abandoné mi butacón de terciopelo y me puse en pie para enfrentarla. Aun siendo ella más mayor e imponente que yo, seguía siendo media cabeza más alto. Traté de posar mi mano sobre su hombro, tranquilizador, pero me la apartó de un manotazo en cuanto la rocé.

—¿Eso es todo? ¿Un puto baúl escondido entre los cangrejos es lo que más te importa ahora mismo? ¡Vamos a morir todos, joder! ¡Entrar ahí es como pedirles a los dioses que nos cuelguen sin miramientos! —me gritó, visiblemente alterada ante mi pasividad.

—Ellos están de nuestro lado, te lo aseguro. Si los dioses hablaran, hablarían de nosotros.

—Si los dioses hablaran, te maldecirían por blasfemo—. Recuerdo haberle quitado importancia rodando los ojos y dándole la espalda mientras me servía una copa, incapaz de mantener aquella conversación sin algo de alcohol en vena.

—Está decidido —declaré tras dar un sorbo—: Mañana partiremos del puerto al amanecer y nos enfrentaremos a la tormenta, con o sin deidades de por medio. Soy el capitán y este no deja de ser mi barco, te recuerdo —concluí tratando de poner fin a nuestra discusión. Sin embargo, mi hermana, ingobernable, parecía tener otros planes:

—Me niego. Si quieres morir, morirás solo. El resto de la tripulación y yo nos bajamos aquí.

Sus palabras me helaron la sangre y se me cortó el vino, notando cómo acallaron todos los monstruos marinos y las sirenas bajo mis pies, expectantes a mi reacción.

Y, como no puede ser de otra manera, perdí los estribos.

—¿Así de fácil me abandonas? —le eché en cara sin miramientos—. Después de todo lo que hemos conseguido, ¿te rindes cuando estamos a punto de tenerlo todo? —. Golpeé la mesa enfurecido y gesticulé a la habitación que nos acoge, plagada de libros, reliquias y valijas saqueadas de algún rey desdichado—. ¡Mira todo lo que hemos logrado! Este botín lo hemos construido nosotros, Kayla. Ni las oraciones, ni las fuerzas mágicas del destino, ni el miedo a la perdición. Y podemos seguir aumentándolo, si estamos juntos.

Hacía mucho que las deidades habían perdido todo su esplendor para mí, creyendo mucho más brillante mi propio botín que sus promesas vacías. Sin embargo, para ella jamás dejaron de tener sentido las plegarias y oraciones. Así que cuando pronuncié mis ideas y vi como sus ojos se cristalizaron al instante, supe que acababa de romper un vínculo mucho más sagrado que cualquier templo.

—No. Este no era nuestro sueño, es uno nuevo que te has creado a partir de tus delirios de grandeza. Ya no eres el chico que fuiste una vez, Daquan: ni te importa explorar el mar, ni los dioses, ni yo, ni tu tripulación, ni nadie. Ni siquiera tú mismo —escupe sin piedad—. Te han cegado tus riquezas, y no pienso acompañarte a la tumba si quieres tirarte a esta de cabeza. Perdóname, pero aquí me bajo.

Ante mi atónita mirada, se acomoda el chaquetón, cuelga su sombra y toma la puerta, no sin antes anunciar con voz quejumbrosa, cual mal presagio: —Un día te llegará el agua al cuello, mi capitán. Un día te ahogarás en tu propio collar de perlas.

Ahora, el oro se baña en rojo y se hunde en lo más profundo de la mar, acompañado de mi barco, mi vino de frutas, y todas las melodías que mi tripulación no llegó a entonar. Luchando por una bocada de aire, me entran ganas de reír cuando pienso en las leyendas que llevarán mi apellido: el capitán sin barco ni botella, quien quiso desafiar al mismísimo dios del mar y terminó ahogado en sus ambiciones de cristal y codicia.

Es entonces cuando la sal inunda mis pulmones, se me drenan los sueños, y la arena de mi reloj se me agota para siempre y de una vez. Mis últimos pensamientos se los dedico a mi tripulación, familia que he escogido, sangre de tinta y agua; a mi corazón, guardado en un cofre, a 3000 pies de la orilla; al caprichoso mar, que me dio la vida y ahora me la arrebata.

Y por último a los dioses que me guardan, -si es que queda alguno-, para encontrar clemencia ahora que me ha devorado la marea.


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Nunca pensé que despertar con gaviotas sobre mi cabeza sería tan satisfactorio, pero aquí estoy. Según abro mis párpados, toso y escupo involuntariamente el agua que todavía arde en mis pulmones, manchando la cálida arena bajo mis pies con sangre y sal. A pesar de la quemazón de mi garganta, el dolor se ve opacado por una nueva marca sobre mi pecho, que resalta por la dureza de su trazo entre el resto de mis tatuajes. He leído suficientes historias de dioses y marineros para saber bien lo que es: tres olas del mar dibujadas en azul; la marca inconfundible de Oane, diosa de los océanos.

De repente, siento que mis extremidades vuelven a debilitarse, mi cabeza pide reposo y se me cierran los ojos de forma involuntaria. Mientras escucho a un grupo de soldados aproximarse presurosos hacia mi, me doy cuenta de qué ha pasado realmente, y de cual es mi destino de ahora en adelante:

"Sigo vivo. Oane me ha salvado. Soy el elegido del mar."

Mar de oroOpowieści tętniące życiem. Odkryj je teraz