Cinco.

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Yo amaba mi pueblo

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Yo amaba mi pueblo.

Adoraba la simpatía de la gente, a mis amigos, vivir rodeada de flores y animales, levantarme temprano por la mañana y sentirme productiva...

Sin embargo, todo eso se veía opacado por el hecho de que, llegada cierta edad, la gente comenzaba a preguntarte por matrimonio y juzgarte si no deseabas contraerlo.

Como aquella mañana del jueves. Estaba afuera, dándole de comer a las gallinas, cuando el señor Jones se acercó.

—Buenos días. —Dijo con tono cordial.

Me puse de pie, me guardé la bolsa de maíz en el bolsillo del vestido y le sonreí al recién llegado.

—Buenos días. ¿Se le ofrece algo?

—La verdad es que sí. Pero preferiría hablarlo dentro.

—Claro. Venga, haré un poco de té.

Me siguió dentro de la casa. Una vez en la cocina, puse la pava en el fuego, le indiqué que se sentara y tomé asiento frente a él en la mesa, repiqueteando los dedos en las rodillas.

—Hace mucho calor el día de hoy, ¿no cree? —Pregunté con tal de romper el silencio que ya comenzaba a ponerme nerviosa.

—Sí... Bueno, quería hablarle sobre algo. —Empezó. Lo directo que fue me dejó un poco pasmada.

—Soy todo oídos.

El hombre analizó mi expresión por unos segundos antes de continuar.

—Como usted sabrá, tengo un hijo mayor.

—Stephen. ¿Cómo olvidarlo? Es muy amable.

Un atisbo de sonrisa se asomó entre sus labios. —Y como sabrá, cumplió los 24 ayer.

—Sí, estoy al tanto.

Cuando me ponía ansiosa, no podía evitar dar respuestas a todo que no sumaban absolutamente nada.

—Bueno. Seré breve. Él ha tomado la decisión de buscar una esposa, y hay pocas mujeres como usted en este pueblo.

El alma se me cayó a los pies porque, de golpe, comencé a entender lo que estaba insinuando.

—¿Mujeres como yo?

—Así es. Usted es muy guapa, educada, cordial y trabajadora. Posee una belleza que no se ve todos los días.

No sabía qué me perturbaba más; si el hecho de que un hombre de 45 años me estuviera diciendo que era atractiva, o que insinuara que me casara con su hijo, con el que apenas había intercambiado palabras, cuando ni siquiera estaba en mis planes casarme pronto y menos con alguien por quien no sentía ni un ápice de amor.

El tema del casamiento me tomó desprevenida. Yo sabía que estaba entrando en una edad particular; no obstante, aún no me atrevía a asumir que esta clase de temas comenzarían a aparecer.

—Bueno, yo... —Me aclaré la garganta al notar que ya comenzaban a balbucear, me puse de pie y aferré las manos al respaldo de la silla, clavando las uñas en la madera, astillándome los dedos. —Es muy amable de su parte, pero no planeo ser esposa de nadie por el momento. Ojalá sepa comprenderlo.

Se puso todavía más serio, si eso era posible, se acomodó la corbata y se levantó.

—Fingiré que no ha dicho eso y dejaré que lo piense mejor porque, la verdad, no recibirá ofertas tan buenas como esta todos los días. Mi hijo es uno de los muchachos más caballerosos en este pueblo y le aseguro que es su mejor opción.

—Y no dudo que Stephan sea un gran hombre. —Aclaré, tensa. Las yemas de los dedos me ardían. Sin embargo, había cosas que me importaban más en aquel momento. —Aún así, ahora mismo, quiero enfocarme en mi trabajo y mi familia antes que en conseguir un marido.

Y en mí misma, casi dije, pero por alguna razón sentí que eso lo ofendería.

—Piénselo otra vez. —Insistió. Enfoqué la mirada en su bigote gracioso para no tener que mirarlo a los ojos. —Ya sabe dónde vivo, para cuando cambie de opinión.

Aunque me llenó de enojo que diera por sentado que cambiaría mi forma de ver las cosas, dejé que se marchara sin decirle ni una palabra. Me miré las manos, llenas de astillas, de cicatrices antiguas y lastimaduras que no tenía idea de cómo y cuándo me había hecho.

Respiré hondo y saqué la pava del fuego.

Somos galaxias [PAUSADA] ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora