Nueve, diez

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Nueve

Los días venideros fueron de un azul violento; casi negro, por poco rojo, como cuando dejas escurrir sangre fresca desde el corte y se diluye en el agua. Recuerdo las ansias, la fiebre en mis ancas cuando andaba descalza hacia el estudio de mi esposo, las manos apretadas contra la falda de mi vestido blanco a la altura de la cadera y, con una impertinencia irreconocible en mí, me sentaba sobre el escritorio. O a veces en su regazo, sin importar los cuadros, la tinta negra manchando mis cabellos serpenteantes de cobre. Lo único que deseaba era desnudarme ante su rostro, tenerlo dentro, descubrir todos sus secretos.

Abrirlo, sí. Porque en algún momento supe que lo adoraba.

Suya, lo recibía, o quizás lo tentaba con el sexo expuesto. Aquel mar negro, de tormentas... amaba tanto bañarme en sus aguas, incluso si dolía o enfermaba al tumbarme en la superficie. Entre la palidez de mis muslos atrapaba sus piernas envejecidas, siempre enfundadas en seda oscura; llenaba de besos mojados su lengua fría, y él me correspondía con idéntica rabia; sí, pero sosegada a causa del dolor y la enfermedad. Mientras me movía contra él en busca del placer y lo abrazaba, sentía vergüenza. ¡Demandaba tanta, tanta vida a un cadáver! Por eso besaba su cuello, acariciaba su nuca, incapaz de saber si aquello era completa delicia o fragmento de tortura. ¿Aplastaba sus órganos? ¿Le quebrantaba las costillas?

Lo cierto es que yo le necesitaba para no ahogarme; a él y a su presencia paterna que cubre de noche, su canción triste, las galimatías de cianuro al aire, sus dedos labrados con cuarzo, acariciando mi perla húmeda (al fin) en flor. Y los guantes, y las joyas resplandecientes en la oscuridad azulada; las cuerdas e, incluso, la depravación triste en sus ojos. Todo. Debieron salirme branquias. Sí, las tengo justo acá, en la yugular, para no ahogarme.

¿Él me adoraría igual? Nunca pude saberlo, no en el lenguaje humano, al menos.

Cuando ejecutaba el ritual de la bañera, yo sangraba. Lo hacía estático, soportando aquellos dolores anfibios, sin nombre. Permanecía en silencio, expresión siniestra, ante mi creciente nerviosismo. De igual forma, no era como si pudiese entenderlo en palabras. El abdomen, sí, la inyección, la vena abierta a la infección... pero ¿qué? ¿Una tormenta? Un vendaval como en sus cuadros, todos aquellos autorretratos cada día más negros, más blancos, en la zona abisal. Sin poderlo sostener, caía a cada segundo. Y yo lloraba de rodillas junto a la bañera, hasta los gritos. Harada sólo acariciaba mis cabellos con sus uñas crecidas, enredadas.

Una tarde otoñal, incluso, me hizo espacio. Yo me acosté a su lado, en el agua, abrazándolo. Mi esposo, mi figura japonesa de cristal. De pronto sentí frío. Mucho, mucho frío.

鍵を刺して最後のドライブして

あの崖から私は自由に*

* Lo cierro con llave y conduzco por última vez. / Desde ese acantilado, seré libre.

Diez

Cuando visitamos el pueblo, el cielo lucía blanco, por fragmentos tallado en diamante gris. Seguramente un monzón avanzaba desde el sur. Qué fríos los cristales cuando suspiras contra ellos ¿verdad? Yo andaba a su lado con dignidad y torpeza, atrapada en una falda negra y larga, que ondeaba a contraviento, enfriándome las piernas por cada paso dado. Sin necesidad de roces u órdenes, mi cuerpo permanecía cerca, unido al señor Harada por una correa invisible que abarcaba desde mi cuello hasta su diestra. Si él lo hubiese deseado, pude andar de rodillas.

Era tan extraño mostrarme como señora ante el mundo.

Había que comprar arroz, carne, hierbas. Íbamos al correo también; mi marido llevaba algunas de sus ilustraciones guardadas en un gran sobre blanco, con el mismo hermetismo de su alma. Quizás, el destinatario era aquel editor acerca del cual hablaba el muchacho, en los tantos parloteos que yo sólo fingía escuchar. Ah, en aquel momento debí recordarlo porque dicho detalle en concreto refería a mi señor. Antes, su hijo bajaba a tierra firme y los entregaba; acudía al mercado y abastecía de víveres nuestra barca negra. Pero no más, desde aquel mediodía en la morgue. De cuando en cuando, con profunda angustia, extrañaba su cojera.

En el descender de aquella mañana, sin embargo, lo que más temía era encontrar a mamá, en ella o en cualquier otra mujer que le pudiese mostrar mi fantasma. O aún peor, en mis memorias más hondas. De alguna forma, el pueblo me parecía despojado, polvoso, como una mujer triste a medio desnudar; mi reflejo en el ventanal más azulado. Algo le faltaba. La sal en el aire, la oscuridad del cielo... el estertor del mar cuando se ahoga en una tina.

De vuelta a casa, él, tan triste, se encerraba en su estudio ya no a trabajar, sino a escribir. Con la delicadeza que caracteriza la punta de una pluma, redactaba grandes y detalladas cartas, o historias, o testamentos, que yo sólo distinguía a medias por el filo de la puerta. Después, las rasgaba con sus uñas y dejaba los fragmentos caer hacia el cesto con diez epístolas más. No era como si pudiese leerlas, de cualquier forma... aunque hubiese deseado hacerlo. Voyerista de mi propio marido, el mismo hombre con el que dormía, veía crecer la presión en mi garganta ante las prohibiciones dentro de casa, que se apilaban con cada atardecer. El sabor de la hiel en el arroz.

Desde la última agonía, Harada se había vuelto más celoso de su escritorio; sobre todo, de los cajones con secretos a medio devorar por las polillas. Como un gato a punto de brincar, mi curiosidad por aquel espacio sólo podía inflamarse, idéntica a la luna. Aunque, al mismo tiempo, le temía. Sí, como a un agujero negro que tritura con sus dientes, como al mar monstruoso de ira; a los cielos vacíos, inconmensurables. Aquella mañana, cuando deslicé una mano frente a él, tiró de mí por primera vez con brusquedad. "No", dijo en mi idioma, con una voz negra, la misma expresión amenazante de los cuadros.

Sólo entonces recordé a la muñeca vieja junto a la puerta. Mamá. Un pequeño cardenal justo en la parte interna, la más blanca, de mi brazo.

Algunas noches, sobre la seda helada, recordaba mi casa, y me preguntaba si en verdad su estructura era la de un calabozo oxidado. O si todos los rincones, a donde huyese, se sentirían así... un poco tibios, a su vez opresores. En medio de mi propio cuento de hadas, con castillos, vestidos blancos y villanos, extrañaba a mamá.

Y mi cuerpo, gota a gota, se manchaba de salitre. Así me gustaba, con tristeza.

Brisa fresca de la costa noruega (1876), de Hans Gude

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Brisa fresca de la costa noruega (1876), de Hans Gude

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