Doce

46 5 8
                                    

Doce

Desde aquel día, el rumor del mar se transformó en un dolor crónico que castigaba mis entrañas; dormida, o acaso desnuda. Aunque intentamos volver a ser los mismos, nunca pudo ser, porque yo ya conocía el último crimen de su vida, y él podía oler mi terror, más agudo por la noche... cuando los muertos cruzan los caminos de sal. Pronto comencé a anidarme en mi primera alcoba; él cerró puertas y ventanas con pestillo. Tomábamos el té en un silencio marchito, ya sin complicidad, ni calidez azul, sólo la incomodidad de nuestra presencia mutua. Invierno. Quizás, hubo un fantasma mojado en medio de nosotros, a la mesa.

Ya no intentaba comprenderlo, ni el señor a mí. No volví a cocinar para él con anhelo, ni limpié la casona como si fuese mi castillo encantado; ni siquiera volví a clavar una inyección en su vena, pues no se sentía justo para ninguno de los dos. Después de todo ¿qué derecho tenía esta extranjera a hacerlo sangrar? Sólo entonces veía al cielo, a Dios, con amargura.

Recuerdo la ventana. Por ella transcurrieron algunas semanas, en claustro, que debieron sentirse como la existencia de un Poseidón derrocado. Cada día era más sordo e inútil; juntos, nos hundíamos en un absurdo monocromático, donde antes cada detalle brillaba en aguamarina. A veces contemplaba al mar con rencor, o incluso con genuina tristeza. Entre las aguas y Él ¿qué distancia podía haber? Me extravié contando las leguas, las constelaciones, hasta aquella mañana.

Cuando hallé mis tobillos desatados.

Me desperecé como en cada alba de primavera a mi llegada, meses atrás, cuando era sólo una niña; vi el sol blanco entrar a mi cuarto, el primero. Creí escuchar las ruedas del auto sobre la grava... pero no, el muchacho estaba muerto, y mi inocencia perdida. Anduve hacia la cocina, por los corredores albos. Y lo vi, como entre sueños, igual que a una premonición. Mi esposo yacía desparramado sobre una silla de madera oscura, en verdad enfermo. Terminal. Sólo a la luz pude distinguir sus ojeras remarcadas cual golpes, el sudor que perlaba su frente, la delgadez excesiva de su cuerpo en decadencia. Pensé que debió pasar una noche agónica, entre escupitajos sanguinolentos y pesadillas. El olor de un cadáver en el agua.

Los orbes en sus cuencas se arrastraron como dos babosas hacia mi semblante. Supongo que el libre albedrío me permitía pisarlas o no, con su tamaño de lengua humana; acaso ignorar la súplica del mártir con sus manos extendidas, o acudir a su abrazo macabro. Podía sentirlo, olía a sal. La brisa marina. El viento hacía sonar las campanillas fuurin... ¿aquello era la puerta principal abierta? Suspiré al vacío de la aurora, y luego al señor. Inquirí con la mirada... ¿qué sucedía? ¿Por qué de pronto? En aquel preciso instante, Harada me otorgaba la libertad labrada en oro, tal como me había concedido un hogar diamantino tras mi naufragio. Pero, entonces ¿por qué sus lágrimas me suplicaban permanecer?

Retrocedí un paso; en verdad me apenaba verlo así, tan desmejorado. Me alejé dos; a pesar de todo, quise correr a refugiarme en tierra firme, lejos del lóbrego y por siempre bello mar. Me di la vuelta, incapaz de soportar su mirada, y caminé temerosa hacia la luz del día; piernas retorcidas, un ave a punto de emprender su vuelo inicial. En cuanto crucé el umbral, creí que me hallaba envuelta en una quimera de opio.

Caminé sin valija, ni sombrero, por las inmensas playas de aquel rincón olvidado. Sin darme cuenta, había iniciado una peregrinación de días, sin un rumbo en concreto. Estaba huyendo de casa, por segunda ocasión. Llevaba mi anillo, un vestido vaporoso y más nada; por el contrario, creí haber sido despojada de un elemento esencial en mi alma, incluso si no tenía idea de cómo llamarlo. ¿Expectativa? ¿Ilusión? No, todos aquellos conceptos me parecían vagos si los contrastaba con la abominable cojera de mi espíritu.

Me refugié con un par de extraños en mi viaje de sonambulismo; fueron amables, y gracias a ellos me permití no morir en la carretera, o en medio de aquellos pueblitos que antes había transitado junto al difunto, con los ojos cerrados. A decir verdad, no recuerdo cuántos días o noches pasé entre viacrucis y hojarascas, pero, en algún momento, llegué a la casa de mamá. En primavera partí sin llave, porque había trazado un destino en altamar, completamente segura de mi sacrificio y sin vuelta atrás. Nunca sospeché la presencia del vampiro... ¿y cómo iba a hacerlo, desesperada por incendiarme contra el sol? Entonces, sólo pude asomarme a través de la ventana, expulsada por siempre del hogar original.

Creí ver, más allá del polvo en los cristales, la cuna vacía de mi hermana; no como la había dejado, sino con un hueco aún más negro. Pegué mi frente al frío, y las yemas de mis dedos se imprimieron allí, entre los barrotes. La silueta de mamá, con su camisón blanco... aquel que usaba junto a la rueca, mientras cosía, colgaba del barandal. Un fantasma, o un espejismo marchito. Mi vaho en el vidrio no me permitió observar con mayor detenimiento, y tampoco deseé hacerlo. Sólo me di vuelta despacio, y anduve sin prestar atención al mundo, sólo al sonido de mis tacones desgastados sobre el asfalto.

Marché, marché como un cometa extraviado en el aire, pero más pesada. Anduve por caminos enrevesados, y también por desiertos unidireccionales. Sólo en el astillero me detuve, e incluso me atreví a sentarme. Reconocí, con las hebras sobre mi cara, a uno de los trabajadores que estuvieron aquella noche, la del funeral. Era fuerte y su espalda se marcaba ancha bajo la camisa remangada. A su lado, yacía una chica. Su melena oscura me impresionó, incluso si en algún momento creí ser la doncella más hermosa del pueblo, o quizás del país. Todo aquello se había ido, en forma de lamento. Suspiré al verlos, formaban una pareja muy linda. Y me pregunté si algún día lucí de tal manera con el muchacho, o el motivo por el que la felicidad había sido negada desde los cielos para mí.

Decepcionada, volví.

La puerta continuaba abierta, intacta en el tiempo; como si sólo hubiese salido a dar un paseo de verano en una tarde cálida. Avisé mi llegada, rendida al que fuese mi destino. Me despojé de los tacones, del orgullo entero como un perfume débil que pronto se evapora. Pensé en cada consecuencia; en su violencia, en mi encierro, mi propio asesinato por asfixia en un rincón vacío del mundo... en todo menos que hallaría su cadáver desfigurado, con fragmentos de cerebro contra la pared. Yacía en la cama, como siempre, tan apuesto, a pesar de la sangre y el cráneo abierto. En su mano, la pistola del cajón.

Permanecí en silencio, observando la figura inerte. Despacio, trepé al lecho frío, pegajoso, y me acurruqué a su lado. Como no me miraba de frente, tiré de él hacia mí con delicadeza: "aquí estoy", pronunció mi boca e incluso volví a rodear el hueso de mi muñeca con aquel grillete de fierro, tan pesado, que por fragmentos se torna oxidado.

底にある希望の扉には爱した物全て置き忘れ*

Desde entonces, escucho la voz del mar más cercana que nunca; como si mi cuerpo y también mi espíritu reposaran en el fondo. Creo que, a fin de cuentas, lo he perdonado. Mirándolo tan de cerca, como lo hago ahora entre la sangre seca, comprendo que mi verdadero sitio es el de una perla. Mamá nunca renunció a nada; mamá, por mí nunca... pero él sí.

El amor es extraño. No blasfemo más en su contra.

贵方と散る**

A veces creo que el Señor Harada está muerto. Pero no. En este preciso instante, dulcemente, sonríe: parece vampiro contento. O eso me ha hecho creer el último rayo de luna.



* En la puerta de la esperanza, olvido todas las cosas que he amado.

** Caigo contigo.

La Tormenta (1867), de Gustave Courbet

Oops! This image does not follow our content guidelines. To continue publishing, please remove it or upload a different image.

La Tormenta (1867), de Gustave Courbet

白い海 「shiroi umi」Where stories live. Discover now