CAPÍTULO 22

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Sayideh entró con toda la dignidad posible en el dormitorio del guerrero, este no se anduvo con rodeos, los grilletes estuvieron en sus manos en pocos instantes.

––Si tenéis que usar el excusado, hacedlo ya. Pienso dormir esta noche a pierna suelta, si es posible. Mañana me espera un día difícil.

Ella no dijo nada, se volvió con la misma elegancia y marchó unos instantes atravesando esa cortina azul. Masroud aprovechó para cambiarse de ropa formal por esos pantalones cómodos que usaba para dormir. Dejó todo sobre el baúl y dejaba las botas suaves a su lado cuando ella salió de la sala de baños con la bajo veste que solían usar las mujeres en la intimidad de su dormitorio. Nada más.

Las botas cayeron al piso y tuvo que hacer el esfuerzo de cerrar la boca. Era una diosa. Ni la ropa de hombre, ni siquiera la de mujer que había llevado esa noche hacia justicia a ese cuerpo femenino fuerte, esbelto y a la vez trabajado con músculos largos. La hermosa cabellera ya no estaba sujeta en dos trenzas. Liberada de sus ataduras,  ondulaba alrededor de su hermoso rostro. Por todos los dioses,  hasta el adorable triangulo de rizos entre sus muslos apretados parecían del mismo color extraño y atrayente de sus cabellos.

Con toda parsimonia, como si él no existiese, en vez de dirigirse al diván, fue directa a la cama, donde se sentó y  acostó en un lado, sobre los almohadones suaves, sonrió satisfecha entrecerrando los verdes ojos de gata. Dioses era una ofrenda pagana a sus ojos.

––Qué... ¿Qué estáis haciendo?––consiguió decir el Implacable tras tragar duro. No había bebido lo suficiente para imaginarse a una deidad en su cama.

––Esta noche no estoy dispuesta a usar ni el diván ni la alfombra. Este colchón es lo suficientemente grande para ambos. Si sois vos el que no queréis compartir con esta invitada vuestro lecho, ahí  tenéis el suelo––dijo con la altivez suficiente para que Masroud estuviese seguro que no era una sierva cualquiera.

––No penséis que no voy a ataros por parecer tan sumisa––ronroneó.

––Oh, que miedo––dijo la tigresa parpadeando sus  brillantes ojos verdes––. ¿Qué preferís atar, mi tobillo o mi muñeca? Tened en cuenta que soy peligrosa.

––Vuestra mano––dijo decidido, caminó hasta el lecho, por el lado que ella se había acostado y tomó la orla de la veste, arrancando una tira––. Dadme la muñeca.

Con destreza cubrió la suave piel con el trozo de tela arrancado,  cerró el grillete sobre ella y en la barra de hierro que sustentaba el somier. De esa manera no podía utilizar la cadena para ahogarle. Debería pedir otra retención para esos tobillos. Sus piernas de amazona eran puro musculo esculpido en femenina carne.

Deja de mirarla así, se ordenó a sí mismo,  rodeando la cama, soplando las velas, dejando una lejana encendida por seguridad. No se quería quedar a oscuras con esa fierecilla ni loco.

Se dejó caer en su parte del lecho y se giró hacia la puerta. No, si dejaba de observarla, él mismo se pondría en peligro. Se dio la vuelta, y el verdadero riesgo era tenerla a dos palmos, apenas vestida y oliendo tan bien. Las criadas debieron de meterla en esa pila que él usaba y llenarla de fragancias exóticas, pues su aroma era delicioso.

Cerró los ojos, pero la titilante luz que dibujaba sus hondonadas y redondeces aún estaban clavadas en su retina. Volvió a abrir los ojos. Esos pechos no eran muy grandes, había demasiado musculo para que lo recubriese grasa, gracias al ejercicio del arco. Pero sus aureolas y los apretados picos se marcaban en esa tela color del alba demasiado tentadores.

––¿Tenéis frío, sierva?––preguntó a la muchacha. Seguía llamándola de esa forma, porque no se dignó a dar su nombre por mucho que habían insistido.

Leyendas de Los Reinos Velados, 1. Kiran el SanguinarioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora