𝐶𝐴𝑃𝐼𝑇𝑈𝐿𝑂 4

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Cuando salieron de la herrería, la lluvia aumentaba como una densa cortina plateada. Bridgette reunió las fuerzas que le quedaban para acelerar el paso en su regreso a la posada. Se sentía como si caminara en sueños. Todo parecía desproporcionado, le costaba concentrar la mirada y el suelo enlodado parecía moverse caprichosamente bajo sus pies. Para su disgusto, su flamante marido la detuvo junto al edificio, bajo una chorreante parte inferior del tejado.

—¿Qué pasa?— preguntó aturdida.

Él alargó la mano hacia sus muñecas atadas y empezó a deshacer el nudo de la cinta.

—Voy a quitarnos esto.

—No. Espera.— La capucha de la capa le resbaló hacia atrás al intentar impedírselo. Le cubrió la mano con la suya y él la miró.

—¿Por qué?— preguntó Félix con impaciencia. Inclinó la cabeza para mirarla a los ojos, y el agua empezó a resbalarle por el ala del sombrero. Había oscurecido y la única iluminación que había era el brillo ligero de las farolas. Aunque la luz era poca, parecía prender en sus ojos, que lucían como si poseyeran una luz interior.

—Ya has oído al señor Fú: trae mala suerte desatar la cinta.

—¿Eres supersticiosa?— dijo el ojiverde en tono incrédulo. La peliazul asintió como disculpándose.

No costaba demasiado darse cuenta de que la furia de Félix podría desatarse mucho antes que sus muñecas. Ahí de pie, juntos, en medio de la oscuridad y el frío, con los brazos extendidos en un ángulo extraño, Brid sentía su mano sobre la de él. Era la única parte de su cuerpo que experimentaba calor.

El habló con una paciencia exagerada que habría impulsado a la ojiazul, en circunstancias normales, a retirar de inmediato sus objeciones.

—¿De verdad quieres entrar así en la posada?

Era irracional, pero Bridgette estaba demasiado exhausta para pensar con sensatez. Sólo sabía que ya había tenido toda la mala suerte del mundo, y no quería buscarse más.

—Estamos en Gretna Green. Nadie le dará ninguna importancia. Y creía que no te importaban las apariencias.

—Nunca me ha importado parecer depravado o sinvergüenza. Pero me niego a parecer idiota.

—No, por favor— insistió ella cuando el ojiverde volvió a atacar el nudo. Forcejeó con él y sus dedos se entrelazaron.

De repente, Félix le tomó la boca con la suya y la empujó contra el edificio, donde la sujetó con su cuerpo. Con la mano libre, le tomó la nuca por debajo del pelo mojado. La presión de sus labios la aturdió. No sabía besar y no tenía idea de qué hacer con la boca. Perpleja y temblorosa, le ofreció los labios cerrados mientras el corazón le latía con fuerza y las piernas le flaqueaban.

El rubio quería cosas que ella no sabía darle. Al notar su confusión, él cedió un poco y empezó a darle besos breves e insistentes mientras le rozaba con suavidad la cara. Empezó a acariciarle la mandíbula, el mentón, y con el pulgar, le incitó a separar los labios. En cuanto lo consiguió se los cubrió con la boca. La ojiazul podía saborearlo: una esencia sutil y seductora que la afectó como si se tratara de un elixir exótico. Notó cómo le introducía la lengua, cómo le exploraba suavemente la boca, cómo la deslizaba más y más adentro sin que ella opusiera resistencia.

Tras este beso exuberante, Félix redujo la presión hasta que sus bocas apenas se tocaban y su aliento, que el frío de la noche convertía en vapor, se mezclaba de modo visible. La besó con suavidad una, dos veces. Le recorrió la mejilla con los labios hasta el hueco de la oreja. Entonces, al sentir cómo se la acariciaba con la lengua y cómo le tomaba el lóbulo entre los dientes, Brid soltó un gritito ahogado. Se estremeció y una cálida sensación le invadió los pechos hasta sus partes íntimas.

𝑨 𝑴𝑬𝑹𝑪𝑬𝑫 𝑫𝑬 𝑳𝑨 𝑷𝑨𝑺𝑰𝑶𝑵Wo Geschichten leben. Entdecke jetzt