Capitulo 3

196 8 0
                                    

CAPÍTULO TRES
En el tumulto previo a nuestra partida, cada uno tenía diferentes tareas que realizar. Algunos fueron
enviados a relevar a los que estaban de guardia mientras otros empaquetaban el equipo de repuesto
que habíamos acumulado, y otros, como Liam y Chubs, distribuían la poca comida que quedaba entre
los diferentes equipos. Yo pasaba entre los agentes como una brisa inesperada, rozando sus mentes
con igual suavidad. Cole y yo habíamos decidido el orden en que debía hacerlo para que el cambio
de plan pareciera más natural, lo cual significaba comenzar con la agente Sen.
Me coloqué detrás de ella, espalda contra espalda, mientras ella estudiaba el mapa y revisaba las
listas iniciales de quién viajaba con quién. Puesto que ya le había abierto la mente una vez, el
segundo viaje fue más fácil que poner una llave en una cerradura bien engrasada.
Con cada agente, me empecé a sentir más y más lenta, obligada a abrirme paso a través de
escenas de violencia inútil, de entrenamiento, de sueños… Había pasado seis meses con estas
personas, pero me tomó menos de media hora comprender, por fin, la trayectoria de su odio: hacia
Gray, hacia nosotros, hacia todo lo que se interponía en su camino. Había tantas pérdidas dolorosas
entre ellos que habían creado un agujero negro que los succionaba.
Cuando acabé, me sentí como una roca tras haber superado un alud. Lo bastante firme como para
cruzar las tres puertas hacia el pasillo y lidiar con Clancy Gray.
Le di un toque en el costado con el pie, puede que un poco más fuerte de lo necesario.
—Despierta.
Clancy lanzó un quejido; cuando le alumbré la cara con la linterna, tenía los ojos vidriosos.
—Si esta conversación no incluye desatarme las manos, un espejo, la muerte desagradable y
prematura de cualquiera de los hermanos Stewart o ropa limpia, no estoy interesado.
Le enganché el brazo con el talón obligándolo a rodar hasta quedar de espaldas. Me miró con
furia a través del oscuro flequillo que le colgaba en picos sobre los ojos. El cieno de los desagües
que había utilizado para escapar del Cuartel General había pasado de un repugnante negro a un gris
seco, como una costra, que se desprendía en escamas con el más mínimo de sus movimientos.
—¿No hay comida? —resopló—. Usar la privación de alimento como tortura es tan… directo.
—No es una tortura —dije, haciendo un gesto de impaciencia.
Por lo menos no lo era en el sentido tradicional del término. No sé si a Clancy le molestaba
mucho que lo mantuviéramos apartado de los demás, en una especie de confinamiento solitario. Creo
que lo que le molestaba era que le impidiéramos el acceso a la información y que solo pudiera captar
fragmentos de conversaciones a través de la pared. Ese era el infierno perfecto para Clancy Gray.
Eso y las ropas mugrientas que se le pegaban a la piel en sitios incómodos.
Levanté la camiseta y el pantalón de chándal limpios y se los dejé caer sobre la cara.
—Voy a desatarte las manos y los pies, y te daré un trapo y un cubo con agua para que te asees;
después vendrás en silencio y harás exactamente lo que te diga.
Usé el pequeño cuchillo que me había dado Cole para cortar las bridas de sus tobillos, ignorando los verdugones que tenía en la piel.
—¿Qué ocurre? —preguntó, sentándose—. ¿Qué haces?
—Nos vamos.
—¿Adónde? —preguntó Clancy, frotándose las muñecas cuando también se las dejé libres—. He
oído que hay una vieja cámara frigorífica a pocas calles de aquí. Eso sería una mejora.
Le di la espalda mientras él se desvestía y lancé el trapo, por encima del hombro, en dirección a
él. Mantuve la vista clavada en el suelo, escuchando cómo se frotaba el cuerpo.
—Por supuesto, agua caliente sería mucho pedir —se quejó—. Ni siquiera tengo una toalla…
Dejó de moverse. Oí que el trapo caía sobre las baldosas y eché un vistazo por encima del
hombro, manteniendo la mirada sobre sus hombros desnudos. Me observaba con los ojos
entrecerrados: obviamente, estaba elaborando una idea.
—¿Qué es lo que pasa realmente?
—Nos vamos —repetí, esforzándome por contener el habitual acceso de repulsión.
Clancy no tenía información. No conseguía nada aparte de los escasos datos que tampoco se
merecía. No dije nada más y sentí una sensación de cosquilleo en la nuca en el momento en que su
mente, aparentemente sin querer, intentó chocar con la mía, como si llamara a la puerta para entrar.
La intercepté imaginando una puerta que se le cerraba de golpe en la nariz. Clancy se encogió por la
fuerza del bloqueo.
—Vais a intercambiarme…, a entregarme —dijo con voz tensa—. Por eso hacéis que me lave.
Si no se hubiera acercado tanto a lo que los agentes planeaban hacer con nosotros, habría
intentado torturarlo con esa posibilidad. Tal como estaban las cosas, no tenía estómago para hacerlo.
—Te gustaría, ¿no? Doblegar a unos cuantos de las FEP, orquestar una huida…
—Vaya, así que todavía eres capaz de decir oraciones que contienen más de tres palabras —dijo
Clancy, colocándose la camiseta limpia por encima de la cabeza. Después se puso los pantalones,
una pierna por vez. Estaba más pálido de lo que yo recordaba, tan flaco y sombrío como el resto de
nosotros—. ¿Cómo es posible que sigas tan enfadada? No me digas que es por ese estúpido chico.
No recuerdo nada de lo que sucedió después de lanzarle el primer puñetazo a la mandíbula, solo
que cuando recuperé el sentido tenía unos brazos en torno a la cintura y yo todavía me debatía,
intentando liberarme.
—¡Eh, eh! ¡Para! —dijo Cole, que me soltó y me empujó lejos de sí y de Clancy—. Esta no eres
tú. ¡Contrólate!
Me llevé un puño al pecho, boqueando en busca de aire. Clancy todavía tenía los brazos sobre la
cabeza cuando Cole lo obligó a ponerse de pie, le puso las manos en la espalda y se las ató con una
brida nueva. A continuación le puso en la cabeza una funda de almohada que usábamos como capucha
y se la amarró para asegurarse de que no se moviera.
Sin una palabra más, me arrastró hasta la puerta, con el ceño fruncido en un gesto de profunda
irritación.
—Necesito que te centres —masculló—. Vamos a conducir durante horas y él estará en el coche
con nosotros todo el tiempo. Si intenta algo, tú deberás ser quien lo controle.
Miré a Clancy, advirtiendo el modo en que ladeaba la cabeza hacia donde estábamos nosotros.
¿Quién podía decir si no estaba «intentando algo» en ese mismo momento con Cole? Había controlado a mucha más gente en circunstancias mucho más difíciles; para él, aquello no sería nada.
Yo había dado por hecho que apartarlo físicamente de los demás sería suficiente para protegerlos,
pero ¿y si no lo era?
—¿Así que daremos un paseo en coche? —dijo en voz alta.
Examiné el rostro de Cole en busca de una pista de la influencia de Clancy, conteniendo el temor
que crecía en mi pecho. Su mirada era límpida, no vidriosa, y no tenía ese aspecto vacío. En
realidad, mostraba un rictus de suficiencia.
—¿No hay ninguna manera de dormirlo? —murmuré. Sería más seguro. Para todos.
—Solo por la fuerza, y preferiría no correr el riesgo de causarle accidentalmente una lesión
cerebral traumática. —Y después, en voz más alta, añadió—: Viajará en el maletero. Atado,
amordazado, indefenso. Tal como nos gusta.
Clancy volvió la cabeza hacia donde estábamos. Y si no lo hubiera conocido tan bien como lo
conocía, habría jurado que había un tono de desesperación en su voz.
—Oh, nada de eso es necesario…
—No viajarás en el asiento trasero —dijo Cole—. Es demasiado arriesgado. ¿Qué pasaría si
alguien te viera o si intentaras escapar?
—¿Y apartarme de la investigación del proyecto Snowfall antes de que pueda deshacerme de
ella? —dijo Clancy en tono burlón.
Cole me dirigió una mirada, con la lengua entre los dientes mientras sonreía. Una inesperada
ventaja más de habérsela enseñado a las Verdes: Clancy no tenía idea de que habíamos tomado la
precaución de hacer una copia de seguridad, por así decirlo.
—Ah, ahora sí que suena razonable, ¿no es así, Joyita?
Lo arrastré aún más lejos, por el pasillo, y cerré la puerta al salir.
—Puede que llevarlo con nosotros sí sea una mala idea. Si se libera en el Rancho, podría
arruinarlo todo. —Apreté los puños a ambos lados del cuerpo, intentando superar la repugnancia y el
recuerdo de lo estúpida que había sido al creer que tenía a Clancy bajo mi control.
Algunas personas venían al mundo y jamás levantaban la vista para observar las vidas de los
demás, a su alrededor; estaban tan concentradas en lo que ellas querían, en lo que ellas
necesitaban… No les importaba nadie más. Se desconectaban de la compasión, de la pena y de la
culpa. Algunas personas venían al mundo siendo monstruos. Ahora lo sabía.
—Oye —dijo Cole en voz baja—. ¿Crees que no quiero estrangularlo hasta matarlo?
—Tiene más caras que un par de dados —le advertí—. Si algo no le reporta un beneficio de
forma directa, lo ignorará. Y si constituye una amenaza para él…
—No es rival para ti, Joyita.
—Ya me gustaría. —Negué con la cabeza.
—Centrémonos en lo que nos puede ofrecer si conseguimos ponerlo en una situación en la que
quiera colaborar con nosotros —dijo Cole—. La información, el conocimiento sobre cómo piensa su
padre, hasta su valor para un posible intercambio.
—Es demasiado imprevisible.
Incluso si se lo entregábamos a su padre, aún existía una elevada probabilidad de que consiguiera
escapar y causara todavía más devastación. ¿Era mejor que viniera con nosotros, si esa era la única manera de mantenerlo vigilado?
—Te olvidas otra vez de que, al fin y al cabo, nosotros queremos lo mismo que él —dijo Cole,
haciendo un evidente esfuerzo por contener su impaciencia—. Todos queremos que su padre
abandone el cargo.
—No —respondí, mirando nuevamente la silueta arrodillada en el suelo—. Él quiere destruirlo.
Es diferente. La única pregunta es si estás dispuesto a arriesgarte a ser parte de las consecuencias
cuando descubra cómo hacerlo.
Me di cuenta demasiado tarde de que volver a maniatar a Clancy significaba tener que alimentarlo yo
misma. Me clavó una mirada airada y escupió como un gato furioso con las zarpas atadas. Se me
erizaron los pelillos de la nuca. En resumen, una experiencia de lo más desagradable para todos.
Liam recibió mi regreso a la otra habitación con una mirada compasiva y una bolsa de patatas, y
dio unos golpecitos en el suelo, a su lado. La mitad de las personas de la habitación parecían
aturdidas a causa de lo excesivamente temprano de la hora; la otra mitad se paseaba en círculos
ansiosamente. Fuera se había levantado un viento que aullaba al azotar las esquinas del almacén y
colarse entre las grietas del tejado: una música asombrosamente apropiada para esa mañana.
—Vale, seré breve —comenzó Cole—. Nos dividiremos en equipos y estos se distribuirán entre
los tres puntos de salida. Si el punto que os ha sido asignado está comprometido por cualquier
motivo, como presencia de soldados o tíos sombríos rondando el lugar, lo que sea, os dirigiréis a
otro punto de salida, el más cercano.
A su lado, Sen esbozaba una pequeña sonrisa mientras observaba a los chavales sentados en el
suelo. Yo también estuve a punto de sonreír, y un breve estremecimiento de control me recorrió el
cuerpo. «¡Púdrete!», pensé.
—Una vez que os hayamos asignado el punto —continuó Cole— comprobadlo en el mapa para
saber los lugares donde están vuestros coches y las rutas incluidas junto ellos. El equipo A somos
Ruby, Liam, Vida, Nico, nuestro invitado y ya sabéis quién, el tío del cuello abotonado hasta arriba.
Liam alzó las manos, exasperado.
Chubs se limitó a encogerse de hombros.
—Es mejor que Abuelita. Y, para que conste, soy Chubs.
—Nico no —interrumpí.
No podíamos confiar en que actuara con sensatez tratándose de Clancy, y yo tampoco podía
fiarme de no hacérselo pagar caro si volvía a cometer un error.
Vi que Nico desaparecía de mi campo visual, desvaneciéndose en el fondo del grupo. Liam me
cogió una mano, pero rehusé mirarlo y encontrarme con lo que sabía que era una mirada de
decepción. Él no lo entendía.
—Vale —dijo Cole—. Nico, tú irás con el equipo D.
—¿El invitado soy yo? —dijo la senadora Cruz. Yo no había advertido su presencia en la
habitación hasta que habló.
—Usted irá con el equipo C. El equipo A tiene a nuestro invitado menos bienvenido.
Cole debía de haberla informado sobre la presencia de Clancy, porque ella solo respondió:
—Ah, ya veo.
Cole revisó los detalles de cada una de las rutas hacia el norte que tomarían los equipos. Todo
consistía en no desviarse de las carreteras secundarias, lo cual añadía horas y derroche de
combustible, pero garantizaba un viaje más seguro. Cuando acabó de hablar, hubo un único instante
de silencio, como si todos necesitaran un momento para asimilar sus palabras.
—Tráelo —dijo Cole, señalándome.
—En cuanto tengáis listo vuestro grupo —continuó, mientras salía de la habitación—, os
marcháis, os largáis de aquí. Buena suerte y cuidaos entre vosotros. Nos vemos en el norte.
Cuando entré en la habitación, Clancy se puso de pie con esfuerzo, maniatado y con la cabeza
metida en la funda para almohadas.
—¿Ya nos vamos? ¿Qué hora es?
Le quité la capucha durante un momento.
—Al menor signo de que te metes con cualquiera de los…
—… estoy muerto. Dios, eres irritante en tu papel de vieja niñera. Lo comprendo —me espetó.
Se dio la vuelta y me tocó con las manos atadas—. Esto será tan sospechoso como la capucha. Si
pasara algo podría necesitar las manos…
—No pasará nada —respondí mientras le sujetaba el brazo con una mano y lo conducía hacia el
pasillo, y luego otra vez a la habitación para evitar que los otros equipos nos atropellaran mientras
corrían hacia las diferentes salidas del edificio.
—¿Lista? —preguntó Cole desde la ventana mientras yo arrastraba a Clancy por la habitación.
Ahí estaba Anabel Cruz, entre los dos agentes que eran responsables de ella. Al ver a Clancy
pareció congelarse. Él sonrió con satisfacción y la midió de los pies a la cabeza.
—Basta —dije—. Déjala en paz o te arrojaré por la ventana.
—Me gustaría solicitar ese honor —dijo Liam, ayudándome a subir al dintel.
Miró a Sen y me lanzó una mirada inquisitiva cuando vio que la mujer se ajustaba la mochila que
contenía la investigación sobre la cura.
Le puse una mano tranquilizadora sobre el brazo, me volví y cogí a Clancy del hombro para
sostenerlo mientras pasaba una pierna por encima del marco de la ventana. El zapato se le trabó con
algo y se me escapó de las manos, yendo a aterrizar de cabeza y muy contrariado en la escalerilla de
incendios.
—Veo que en esto no se me concederá ninguna dignidad —refunfuñó al enderezarse, mientras
intentaba arreglarse la camiseta con las manos atadas.
Me incliné sobre los escalones para ver por dónde iba Cole. Ya estaba en suelo firme, con un
arma en las manos, examinando las ventanas con la misma expresión de intensa atención que yo había
visto tantas veces en el rostro de Liam. El viento le alborotaba el cabello y hacía que la chaqueta
ondeara alrededor de su cuerpo. El aire me empujó un paso hacia delante.
—En lo que respecta a los Stewart, él es probablemente la mejor elección. Guapo. Chico malo.
Parece más de tu gusto —razonó Clancy tras seguir mi mirada.
Obviamente, él no entendía para nada mi gusto.
No me permití mirar atrás para buscar a Vida, Chubs y Liam hasta que también nosotros llegamos
a la calle y nos colocamos con la espalda pegada a la pared.
—¿Algo? —le pregunté a Cole.
Cole sacudió la cabeza.
—Todo despejado —respondió.
Avanzamos una calle hacia el este para caminar siguiendo las vías del tren que bordeaban el río
Los Ángeles. Nuestra salida se encontraba a unas trece manzanas al norte, aproximadamente, pero
serían trece manzanas oscuras, silenciosas y tensas. Yo ya sentía un estremecimiento de ansiedad
recorriéndome la columna al mirar hacia atrás, pero estaba demasiado oscuro para ver al grupo de
chicos que seguían nuestros pasos. Cole les había advertido de que esperaran diez minutos antes de
seguirnos y cruzar la salida, por las dudas de si algo salía mal y necesitaban esa distancia prudencial
para huir.
Suerte para ellos.
Mantuve la mirada fija al frente y el brazo de Clancy cogido con firmeza. Sentía su piel
insoportablemente cálida en la mano. Sin el sol para calentarla, la ciudad era presa del frío de la
mañana, pero era como si a Clancy esto no le afectara. Como si nada pudiera afectarle.
Cole alzó la mano de repente, haciendo que nos detuviéramos mientras inhalaba una profunda
bocanada de aire. Curioso, Clancy se inclinó sobre mi hombro para ver cuál era el problema.
—Ah —exclamó, apartándose—. Suerte con esto.
Nuestra ruta nos condujo debajo de la autovía 101, en el punto en que formaba un puente sobre el
río Los Ángeles y las cercanas vías del tren. Por lo que yo había visto en los recuerdos de la
soldado, el ejército había bloqueado las vías colocando reflectores y vagones de carga volcados.
Sobre la autovía había dos Humvees y más luces dirigidas hacia donde estábamos nosotros. Y ahí
estaban ellos; los conté mientras nos íbamos acercando cuidadosamente, en silencio. Yo no vi ningún
problema. Hasta que aparecieron tres siluetas indistintas en el saliente del paso superior de la
autovía. Llevaban los brazos levantados de un modo que me hizo pensar que debían de haber estado
observando a través de unos binoculares.
Cole se echó al suelo pegando la barriga a las vías y yo obligué a Clancy a tumbarse mientras
imitaba a Cole.
—¿Qué sucede…? —empezó a preguntar Chubs, pero alguien, Vida, lo hizo callar.
«Maldición, maldición, maldición». El miedo me recorrió el cuerpo. ¿Cómo podía haberme
equivocado tanto?
Fuera todavía estaba completamente oscuro, pero ya habíamos cruzado el tenue límite del
resplandor de los reflectores. Oí una débil maldición que provenía de Cole al volverse y hacernos
señas para que retrocediéramos. Vida extrajo un revólver y se deslizó hacia atrás sobre la barriga
arrastrando consigo a Chubs, a quien tenía cogido de la camisa.
El viento me levantó la chaqueta exponiendo mi piel al aire gélido. A nuestra izquierda, las
planchas de metal semejante al latón de los laterales de las vías se estremecían como si estuvieran a
punto de estallar. «Despacio —me aconsejé—. No te rindas al pánico. Despacio». Los movimientos
repentinos o los ruidos fuertes no harían otra cosa que atraer la atención de los soldados…
Se oyó un crac, como de huesos quebrados, cuando una ráfaga de viento desprendió toda la
sección de la pared de metal y la lanzó directamente hacia nosotros. Me agaché y me cubrí la mano
libre con la cabeza, mientras calculaba mentalmente a qué velocidad deberíamos ponernos de pie y
echar a correr cuando la plancha de metal chocara contra las vías y comenzara a golpearlas.
Sin embargo, un latido…, dos…, tres… Salvo por el viento y mi respiración jadeante, no hubo
más que silencio. Levanté la cabeza y me encontré con la asombrada expresión de Cole, que se iba
transformando en alivio. Me giré para ver cuál era la causa.
Liam tenía una mano extendida hacia un enorme fragmento de metal. Estaba congelado ahí donde
había chocado con el suelo en su primer y peligroso bote, y aún estaba inclinado hacia nosotros. El
metal oxidado se elevaba recto, estremeciéndose como un músculo exhausto, pero por lo demás sin
moverse. El rostro de Liam era una máscara de concentración. Lo había visto levantar y lanzar
objetos mucho más pesados con sus poderes, pero la fuerza del viento y nuestra propia exposición al
mismo iban debilitando su control.
Chubs comenzó a moverse, pero Liam le dijo tranquilamente:
—Lo tengo.
Cole chasqueó los dedos una vez para atraer mi atención y señaló hacia la autovía. Las siluetas
que habíamos visto en aquel lugar se movían nuevamente. Los reflectores orientados hacia nosotros
se apagaron mientras otro camión militar avanzaba junto a los dos vehículos que ya estaban situados
allí. Me llevó un instante comprender qué era lo que estaba pasando realmente.
«Están aquí para intercambiarse los vehículos y las luces». No para patrullar; no como
centinelas.
Uno de los Humvees despertó a la vida con un rugido, describió un amplio círculo por los
arcenes vacíos de la autovía y partió hacia el oeste a gran velocidad. Mantuve la mirada en las luces
traseras, que se iban reduciendo, antes de volverla otra vez, con los ojos entrecerrados, hacia los
reflectores. Ningún movimiento. Se habían marchado.
Cole había llegado a la misma conclusión. Se incorporó lentamente hasta ponerse de rodillas y
luego de pie, y nos hizo señas para que lo imitáramos. Liam soltó un último gruñido al usar sus
poderes para levantar el revestimiento de metal y lanzarlo describiendo un arco por encima de
nuestras cabezas, en dirección al lecho seco de cemento del río Los Ángeles. Dejó que su hermano lo
ayudara a ponerse de pie, pero después lo apartó de un empujón.
—Para ser alguien tan penoso en los deportes, has mostrado unos reflejos sorprendentemente
decentes.
—Eso debe de querer decir gracias en un idioma que no conozco —dijo Liam, con la mandíbula
apretada, mientras volvía a mirar hacia delante—. ¿Podemos continuar avanzando?
Cole lo observó durante un instante más, con el rostro impasible.
—Vale, continuemos.
Cuando llegamos a Glendale a pie, el sol estaba alto y brillaba sobre nuestras cabezas. Pese a
encontrarse fuera del perímetro establecido por los militares, el área aún estaba lo bastante cerca de
la devastación como para haber sufrido una evacuación inducida por algún funcionario o por el
pánico. En los alrededores no había ni un alma. Cole iba delante para explorar las calles cercanas,
solo para estar seguros, pero yo tenía una sensación, una vibración poco natural en la piel, que me
impedía relajarme. Mantuve la cabeza en alto y examiné cada esquina, cada tejado más o menos
cercano, cada horizonte del destruido perfil urbano de Los Ángeles en busca del origen de aquella
sensación. Lo que había comenzado como una nube de tormenta hinchada por el viento se iba
definiendo, asumiendo límites cada vez más nítidos. Temía que no llegara a tomar forma por completo antes de que la lluvia cayera sobre nosotros como cuchillos.
La lluvia de unas noches atrás había arrastrado la ceniza y el hollín hasta los charcos de agua
estancada. Negué con la cabeza. Todo parecía… extraño. Los edificios no mostraban sus heridas
abiertas, estaban teñidos de un gris tenue, no del negro amenazador del centro de la ciudad. Trepé al
bloque de cemento que indicaba el área de aparcamiento y eché un vistazo al edificio: una frutería
cerrada.
—Ahí… —dijo Cole señalando algo que estaba detrás del pequeño centro comercial.
Un aparcamiento. Con sus altas farolas encendidas y parpadeantes.
—Gracias a Dios —dijo Chubs mientras cruzábamos de un aparcamiento al otro. Miraba las
luces como si nunca antes hubiera visto nada igual.
Liam ya avanzaba hacia el sedán azul oscuro más cercano mientras extraía de la mochila negra
que le colgaba del hombro un gancho de alambre recubierto. Abrió el seguro con tanta rapidez que
Cole aún no había llegado cuando Liam, inclinado en el asiento del conductor, ya había extraído los
cables de debajo del tablero e intentaba arrancar el motor haciendo un puente.
—¿Qué? —preguntó Chubs—. ¿No tenemos monovolumen?
—¡Eh, eh, eh! —dijo Cole en el momento en que el motor finalmente arrancaba, carraspeando, y
sacó a Liam del coche y de algún modo apagó el motor—. Jesús, ¿quién diablos te ha enseñado eso?
—¿Tú quién crees? —replicó Liam, soltándose de la mano de Cole.
—¿Harry? —dijo Cole con una risa incrédula—. ¿No te quitan el aura si enseñas a un joven
impresionable a robar coches?
La mirada de Liam podría haber levantado la pintura del coche.
—¿Has acabado?
—No —dijo Cole, que se estaba hurgando una costra de sangre sin darse cuenta de ello—. Harry.
Harry: niño-explorador-líder-detropa Stewart te enseñó eso. ¿Por qué?
—Porque confiaba en que no abusaría de ello. —Liam le dedicó una sonrisa acre—. ¿Qué, no
recibiste tu lección?
La mirada que le devolvió Cole era aun más fría que las palabras de Liam. Crispó brevemente
los dedos de la mano derecha antes de conseguir meterla en el bolsillo trasero de su pantalón.
—Dios. Hasta el drama familiar de los Stewart es aburrido —dijo Clancy con resentimiento—.
Pensaba que teníamos prisa.
—La tenemos. —Me volví hacia Liam—. ¿Ese coche tiene combustible?
Asintió.
—El suficiente para unos ciento cincuenta kilómetros, creo.
—Magnífico —dijo Cole—, salvo por que no cogeremos ese coche. Hay un todoterreno marrón
claro con tu nombre.
Liam se volvió, le echó un vistazo y sacudió la cabeza negativamente.
—Es un vampiro de gasolina. Son demasiado pesados y tienden a volcar con mayor facilidad…
Su hermano lo hizo callar levantando una mano con los dedos, con tal actitud de superioridad que
también yo me enfadé.
—¿Estás planeando tener un accidente? Entonces cierra la puta boca y haz lo que te digo…
—No es tu decisión…
—¡Sí es mi decisión! Aquí mando yo, te guste o no te guste. Yo soy el que ha estado fuera, en el
terreno. Yo soy el que os va a sacar de aquí. Y yo te digo que cojas un todoterreno por si acaso
tenemos que dejar la carretera.
Liam avanzó un paso.
—Si tenemos que dejar la carretera, estaremos jodidos igualmente. Prefiero un coche que no se
jale la gasolina.
Miró en mi dirección inclinando la cabeza, en un silencioso «apóyame». Me mordí el labio y
negué con la cabeza. No en esta pelea. Esta no merecía la pena. Cole avanzaba rápidamente hacia
nosotros desde una camioneta roja cercana, y nada iba a hacer que cambiara de opinión.
Todos esos meses, cuando solo estábamos los cuatro recorriendo los caminos en el
monovolumen, robando gasolina con un sifón como buitres que devoran los últimos trozos de carne
correosa de un hueso, habíamos funcionado con dos principios sencillos: moverse rápido, no dejarse
ver. Para bien o para mal, la mayoría de nuestras decisiones habían sido reacciones viscerales, y yo
no iba a fingir que no habíamos tomado algunas decisiones cuestionables, pero era la única forma en
que sabíamos vivir y sobrevivir. Era la forma en la que nosotros, los extraños chavales con poderes,
nos las arreglábamos, tanto si se trataba de evitar los campos de rehabilitación como de evadirnos de
los rastreadores. Y al ver ahora a Cole, al ver cómo la ira le transformaba las facciones, me resultó
más que obvio que no sabía casi nada acerca de cómo había sido la vida de su hermano después de
que Liam huyera del programa de entrenamiento de la Liga. Desde un punto de vista puramente
técnico, Cole era uno de nosotros, pero más allá de ser testigo del tratamiento cruel al cual sometía a
los chicos el programa psiónico de Leda, él nunca había estado obligado a adaptarse a nuestra
realidad.
Ya habían peleado esa mañana por quién y cuándo conduciría, lo cual nos ahorraba un poco de
tiempo ahora. Le eché una última mirada a las tres siluetas que se amontonaban en el todoterreno
escogido por Cole antes de arrastrar a Clancy hacia la camioneta roja que Cole nos indicaba.
Era extraño no ir todos en un solo coche, pero entendí el razonamiento de Cole de inmediato, aun
cuando Liam no lo comprendiera. El motivo era el mismo por el que yo había tenido el placer de
cuidar de Clancy, alimentarlo y vérmelas con su ego herido durante las últimas dos semanas. Si yo
conducía, el otro Naranja disponía de menos oportunidades para hacerse con el control del coche,
porque yo podía bloquear sus tentativas. Si otro de los chicos conducía, solo era cuestión de tiempo
que Clancy se deslizara en sus pensamientos y tomara el control. Podía verlo con tanta claridad como
si el chaval hubiera implantado la escena en mi mente.
También habría preferido que Cole fuera en el otro coche, pero no había habido manera. El hecho
de que para Clancy fuera igual de fácil secuestrar su mente y ordenarle usar la pistola o el cuchillo
contra mí no parecía habérsele ocurrido.
El depósito de combustible estaba por la mitad y el motor en marcha. Cole había reemplazado las
bridas de las manos de Clancy por unas nuevas para permitirle apoyar las manos sobre las piernas y
amarrarlo al cinturón de seguridad. Además, le ató los pies a una de las barras que había debajo del
asiento y, finalmente, le colocó la funda de almohada sobre la cabeza.
Solo era cuestión de respirar hondo y sacar la camioneta del aparcamiento. Miré por última vez
el esqueleto de la ciudad por el retrovisor y aferré el volante.
Por fin dejábamos ese horrible lugar y todo lo que habíamos enterrado allí.
Tras veinte minutos de conducción, sin embargo, algunas cosas quedaron claras como el agua: la
camioneta no tenía aire acondicionado, el escay de los asientos había absorbido el olor corporal de
su dueño y, sí, mi ventanilla no funcionaba.
A mi derecha, Clancy viajaba doblado sobre el estómago y o bien dormía, o bien intentaba con
toda sutileza quitarse la funda de almohada de la cabeza usando los muslos. Cole, sentado a su
derecha, miraba pasar los árboles que había junto a la carretera. La luz del comienzo de la tarde
contrastaba con las oscuras manchas que Cole tenía bajo los ojos. Era como si ahora que estaba
quieto, que no iba corriendo de un lado a otro ni estaba gritando órdenes, su cuerpo se hubiera
dejado llevar finalmente por los dolores y el agotamiento. Movió los hombros hacia atrás, contra la
hebilla del cinturón de seguridad, e hizo una mueca.
Cole me había mostrado en un mapa cuál era nuestro destino, una ciudad llamada Lodi, situada a
poca distancia al sur de Sacramento. Si hubiésemos podido coger la autovía, habría sido un viaje
recto paralelo a la costa, de unas cinco horas como máximo. Menos, si hubiéramos podido contar con
los aviones y los trenes, y si Gray no hubiese dado órdenes de vigilar la costa del Pacífico.
Miré por encima del hombro al todoterreno que nos seguía. Liam debía de haber estado
esperando aquel momento, porque levantó la mano en un gesto tranquilizador. A su lado, en el asiento
del acompañante, Chubs no dejaba de hablar de algo, moviendo las manos para enfatizar cada
palabra. La imagen era lo bastante familiar y reconfortante como para disipar casi por completo la
extrañeza de la ciudad que nos rodeaba.
Desde todo punto de vista, Burbank, California, había sido una ciudad plena de vida y alboroto.
Su importancia había crecido todavía más en años recientes, por lo cual numerosas empresas de
medios de comunicación ya tenían allí oficinas y cuarteles generales, y muchas de las ciudades
cercanas habían pasado a compartir la infraestructura mediante fusiones o acuerdos. Viendo las
calles tan silenciosas y vacías, me pregunté si acaso Gray no habría irrumpido ya en ella para
acallarla.
«¿Dónde demonios está todo el mundo?». Era como conducir por las ciudades económicamente
más devastadas del este. Casi esperaba ver volar dramáticamente un viejo periódico, cruzando la
calle como un cardo corredor empujado por una ráfaga de aire. Sentí que se me aceleraba el pulso: la
misma sombra que había sentido en Los Ángeles había regresado y retumbaba en mi cabeza como un
trueno.
—Esto no me gusta —dijo Cole, como si hubiera percibido mis pensamientos—. En la próxima
gira a la derecha…
Si yo no hubiera mirado por el retrovisor para indicarle a Liam que iba a girar no habría visto
nada en absoluto. En un instante el todoterreno estaba ahí, y al instante siguiente ya no estaba: sentí el
ruido que hizo el Humvee militar al estrellarse contra el Ford Explorer como si alguien me hubiese
golpeado la nuca con un bate. Giré el volante mientras el otro vehículo volcaba, haciendo saltar
cristales y gomas en todas direcciones al enderezarse nuevamente, para luego inclinarse
peligrosamente contra la acera.
Clavé el pie en el pedal de freno y el coche derrapó. Clancy resolló, asfixiado, cuando el
cinturón de seguridad se le clavó repentinamente en el pecho. Intentó sostenerse apoyando las manos atadas en el salpicadero.
—¿Qué? —preguntó—. ¿Qué diablos ha sido eso?
Pero por quien debería haberme preocupado era por Cole.
Yo todavía estaba luchando con mi cinturón cuando su rostro, rígido por la impresión, se
transformó. El sonido que escapó de su garganta fue demasiado áspero, demasiado estrangulado para
ser un grito. No sonó a nada humano.
Abrió la puerta con un golpe, pero no corrió hacia el vehículo militar ni hacia los dos soldados
que se acercaban al todoterreno marrón con las armas desenfundadas. Avanzó un paso en el momento
en que yo bajaba de la camioneta y, sin otra advertencia que la mano derecha cerrada en un puño a un
costado del cuerpo, el Humvee se convirtió en una bola de fuego.
La onda de choque que provino de la pequeña explosión me envió dando tumbos contra la
camioneta. Hizo estallar las ventanas de los edificios cercanos y la luneta de nuestro coche. Y lanzó a
los soldados contra el pavimento. Cole avanzó hacia ellos, sereno. Había extraído la pistola de la
funda que llevaba en un costado y apuntaba con su habitual precisión. Un disparo en la cara del joven
soldado más cercano al todoterreno. El otro se vio alzado en vilo; Cole le arrancó el casco y
comenzó a darle puñetazos en la cara una y otra vez.
Yo no pude mirar; no miré. El corazón me estallaba en el pecho mientras corría hacia el
todoterreno, triturando con los pies las astillas de cristal tintado. La puerta del lado del conductor
había recibido de lleno el impacto, pero algo se movía. Liam buscó mi mirada a través de lo que
quedaba del parabrisas.
—¿Estás bien? —pregunté, y me encogí cuando un último disparo perforó el aire.
Liam estaba sentado con la espalda recta y las manos, rígidas como las de un muerto, aferradas al
volante. No le quedaba color en la cara, salvo por la marca roja que le cruzaba la mejilla izquierda y
el moratón que le crecía sobre el puente de la nariz, cada vez más hinchada. Los airbags, ya
deshinchados, colgaban flácidamente sobre su regazo.
—Oh, Dios mío —jadeé—. Estáis…
Chubs ya se había arrastrado hacia la parte posterior, donde estaba Vida, y le examinaba una
herida que le cruzaba la sien. Su piel oscura había adquirido una tonalidad cenicienta.
El vehículo en llamas devoraba el aire fresco a nuestro alrededor y enviaba hasta mi espalda, una
tras otra, oleadas de calor vibrante. El estruendo del metal y del cristal al consumirse me obligaba a
gritar pese al humo, en el cual ya estaba medio ahogada.
—¿Estáis bien? —les pregunté. Vida levantó el pulgar y tragó con dificultad, como si todavía no
se fiara de sí misma para hablar—. ¿Liam?
Las manos me temblaban muchísimo cuando intenté abrir la puerta delantera, y la enorme
abolladura de metal crujió. Tenía tanta adrenalina corriendo por las venas que fue sorprendente que
no arrancara toda la puerta de los goznes.
—Liam. Liam, ¿puedes oírme?
Se volvió lentamente hacia mí, saliendo de su estupor.
—Le he dicho que volcaría.
Casi sollozaba de alivio cuando me introduje por la ventana y lo besé.
—Sí, se lo has dicho.
—Se lo he dicho.
—Sí, se lo has dicho, lo sé —dije yo, en un tono suave y conciliador, mientras le desabrochaba el
cinturón de seguridad—. ¿Te has hecho daño? ¿Algo roto?
—El hombro. Me duele. —Cerró los ojos con fuerza, resistiendo el dolor—. ¿Chubs? Estáis
todos…
—Estamos bien —dijo Chubs con sorprendente aplomo, a pesar del tono congestionado que
había adquirido su voz. Cuando se volvió hacia nosotros vi que un hilo de sangre le corría desde los
orificios nasales hasta los labios—. Creo que se ha dislocado el hombro. Ruby, ¿ves mis gafas? Las
he perdido al hincharse los airbags.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Vida, señalando el fuego—. ¿Cómo…?
—Una bala en el depósito de combustible; un disparo afortunado —se oyó la voz de Cole detrás
de mí.
Estaban demasiado confusos, o bien demasiado aterrorizados para pensar en la improbabilidad
de semejante hecho.
Cole me apartó empujándome con el hombro para coger él mismo la manija de la puerta. Tras un
instante de vacilación, me introduje por el lado del pasajero, obligué a la tozuda puerta a abrirse y
me arrodillé. Palpé la alfombrilla en busca de las gafas, o de lo que quedaba de ellas.
—¿Las has encontrado? —preguntó—. ¿Qué sucede?
Levanté la montura destrozada y las lentes agrietadas pero enteras para que Vida las viera. En un
raro instante de compasión, ella le dio un golpecito en la espalda diciéndole:
—Sí, Abu, las ha encontrado.
La puerta del conductor finalmente se abrió con un chirrido de metal contra metal. Liam rodó
intentando extraer el pie izquierdo de donde estaba atrapado, debajo del salpicadero destrozado.
Mientras tanto, mantenía el brazo derecho pegado al costado para evitar que lo arrastraran tirando de
él.
—Maldición. Chaval estúpido —dijo Cole, con las emociones a flor de piel. La mano derecha le
tembló y se le crispó cuando se metió en el coche para ayudar a su hermano—. Maldición. ¿Tanto te
cuesta no hacer que te maten mientras yo estoy al mando?
—Lo intento —dijo Liam, entre dientes—. Dios, duele.
—Dame el brazo —dijo Cole—. Esto será horrible, pero…
—¿Vas a hacerlo? —preguntó Chubs—. Asegúrate de que estás en la posición adecuada…
No sé qué fue peor, si el ruido que hizo la articulación del hombro al realinearse o el aullido de
dolor que siguió.
—Tenemos que marcharnos —dijo Vida, abriendo la puerta trasera del todoterreno de un
puntapié—. Esta mierda está destrozada, tendremos que viajar en la caja de la camioneta, pero
quedarnos aquí llorando sobre el hombro del otro solo va a servir para que nos metan una bala, y
rápido.
—¿Las gafas? —preguntó Chubs extendiendo la mano hacia donde creía que estaba yo.
Vida le cogió la mano y la apoyó en su brazo mientras aceptaba la montura retorcida que yo le
ofrecía. La detuve, solo un segundo, para cerciorarme de que realmente estaba bien. Llena de golpes
y moratones, pero no sangraba. Qué condenado milagro era esta…
«Clancy». Me volví hacia la camioneta con el corazón paralizado durante el instante que me
llevó encontrar su figura oscura a través de la ventanilla trasera. «Mierda». Así es como lo habíamos
perdido. Caos. Descuido. Había sido presa del pánico. La mente se me había quedado en blanco por
el terror y había salido corriendo. Ni siquiera había pensado en quitar las llaves del motor. Si Cole
no le hubiera atado las piernas, Clancy ya habría desaparecido.
«Tienes que hacerlo mejor —pensé, mientras me clavaba las uñas en las palmas de las manos—.
Tienes que hacerlo mejor que esto». La adrenalina tardaba en abandonar mi sistema; no podía evitar
temblar, no del todo.
—Sabes, Abu —dijo Vida, desviando mi atención hacia ellos—, en realidad no te has
comportado tan horriblemente en esta crisis.
—No te veo la cara, por lo que no puedo saber si has sido sincera… —dijo Chubs.
Me coloqué bien la mochila en la espalda y troté hacia Cole, que en ese momento ayudaba a Liam
a llegar hasta la camioneta, cojeando entre los cuerpos de los soldados caídos. No conseguí
obligarme a mirarlos ni a analizar lo que había hecho Cole en un momento de furia. Liam llevaba el
brazo herido apoyado contra el pecho. Le puse la mano en la espalda para ayudarlo a estabilizarse
pero, en realidad, lo hice para asegurarme de que estaba bien. Vivo.
Liam inclinó la cabeza hacia mí y dijo:
—Bésame otra vez. —Lo hice, suave y rápidamente, justo en la comisura de los labios, allí
donde tenía una pequeña cicatriz blanca. Al ver mi expresión, él añadió—: Vi cómo mi vida pasaba
ante mis ojos. Ese beso no es suficiente.
Cole resopló, pero aún tenía todo el cuerpo tenso por la ira que no había podido liberar.
—Anda, chaval, eso ha sido extrañamente delicado para ti.
Levantamos a Liam hasta la parte trasera de la camioneta y lo dejamos junto a Chubs, quien
aferraba los restos de sus gafas estropeadas contra el corazón.
—Oh, joder —dijo Liam, al verlas—. Lo siento, tío.
—Graduadas —dijo en una voz baja y lastimera—. Eran gafas graduadas.
Cole quitó de un tirón la lona de color azul eléctrico de debajo de su hermano y la extendió sobre
ellos.
—¿Qué haces? —preguntó Vida, quien ya estaba intentando sentarse.
—Túmbate y cúbrete. Nos alejaremos todo lo que podamos de aquí y cambiaremos los coches.
Lo más probable es que ya hayan dado el aviso sobre este.
—Me gustaría dejar constancia de que esto es una mierda —dijo ella.
—Apuntado —respondió él, y cerró la puerta.
Volví a colocarme al volante y dejé que las vibraciones del motor me atravesaran. Clancy se
había quitado, finalmente, la capucha y, a pesar de que no lo miré, vi de reojo que me vigilaba. Por
primera vez en la semana, la resentida irritación que le había teñido el humor había desaparecido y
estaba… sonriendo. Desvió la mirada hacia Cole, quien cerró su puerta con un golpe lo bastante
fuerte como para hacer que todo el vehículo se moviera. En su regazo llevaba lo que parecía ser un
morral de piel y una pistola que debía de haberle quitado a uno de los soldados. Ambos objetos
resbalaron mientras la mano se le seguía estremeciendo y crispando, hasta que finalmente se la
colocó entre las piernas. La imagen hizo que mi cerebro pensara «Mason. Rojo. Fuego». Fue tirando de cabos sueltos del fondo de mi mente hasta que reconocí el patrón que mostraba, cómo estaban
entrelazados.
En Thurmond, los Rojos se movían de forma extraña: se movían a trompicones cuando los demás
caminaban, lanzaban un puñetazo cuando los otros saludaban con la mano. Pero yo había supuesto
que esos desagradables estremecimientos se debían a las limitaciones que les ponían las FEP.
Pero a Mason…, en Nashville, los críos lo llamaban Crispado. Crispado, por la forma en que los
espasmos le crispaban todo el cuerpo, siguiendo un extraño ritmo. Pensé…, ni siquiera sé lo que
pensé realmente sobre la causa. Solo supuse que tenía algo que ver con el modo en que lo habían
entrenado, la forma en que el Gobierno había destrozado su mente para convertirlo en el soldado
perfecto.
Todos ellos, todos los Rojos, debían de tener alguna versión de ese tic. Y si yo era capaz de
reconocerlo tras haber tenido contacto únicamente con unos pocos, ¿cómo era posible que alguien
que había estado ahí para hacer propuestas, contribuir y ser testigo del entrenamiento pasara por alto
esas señales?
—Clancy… —comencé a decir.
—Esto es la leche —dijo con una carcajada.
Cole se puso rígido y se le petrificó la cara. La furia que encendía sus ojos claros se suavizó y
desenfocó la mirada. Yo conocía muy bien aquella mirada.
Lancé mi mente contra la de Clancy, pero fue como chocar contra un muro. Me rechazó con una
punzada que restalló dentro de mi cráneo y se convirtió en un dolor pulsante. No teníamos tiempo
para que yo cortara la conexión de esa manera antes de que pasara algo, antes de que convirtiera a
Cole en su pequeño muñeco. Levanté el codo y le propiné un golpe justo donde el instructor Johnson
me había enseñado, en la sien. Clancy puso los ojos en blanco y cayó hacia delante, golpeándose la
frente contra el salpicadero.
Las ruedas derraparon cuando pisé el acelerador a fondo en un intento de alejarme de la señal de
fuego que Cole había creado. Sería difícil que los helicópteros y las patrullas que vigilaban el área
pasaran por alto el humo. No necesitaba pensar en las consecuencias de que Clancy lo supiera. Solo
necesitaba largarme de ahí.
Aún me palpitaban las sienes y mi corazón todavía saltaba a una velocidad excesiva cuando miré
a Cole y vi que se frotaba la frente.
—Qué coño… —El volumen de las palabras aumentó a medida que las iba repitiendo hasta que
llegó a rugirlas—. ¿Qué coño?
Olí el humo y vi la fuerza con que sacudía la cabeza.
—Cole, escúchame. Tienes que calmarte, ¿vale? Tranquilízate, no pasa nada.
Cole rebuscó en el morral de piel que llevaba en el regazo, del cual extrajo un frasco con un
líquido pálido y una jeringa. Intenté mantener los ojos en Cole y en el camino a la vez mientras él
llenaba la jeringa, pero perdí la oportunidad de detenerlo antes de que clavara la aguja en la nuca a
Clancy.
—¡Cole!
—Eso mantendrá quieta a esta mierda hasta que se me pase la necesidad de molerlo a palos hasta
el martes que viene —gruñó—. Joder. Eso no tiene nada que ver con lo que hiciste en el Cuartel General. ¡Joder! —Echó la jeringa y el frasco nuevamente en el morral y dejó que resbalaran debajo
del salpicadero.
La mano ya no le temblaba, pero su ansiedad cargaba el aire; me hacía sentir como si estuviera
sentada junto a alguien que se debatía entre accionar o no un detonador.
Cole se giró hacia su ventanilla y se puso a mirar los borrones de los edificios que nos rodeaban,
pero yo podía ver el reflejo de su rostro, y este decía todo lo que Cole no podía decir. Él no había
tenido el control cuando el Humvee había estallado en llamas; ni por asomo.
—¿Qué te ha mostrado?
—A mí mismo.
—¿Qué quieres decir?
Cole reclinó la frente contra el cristal y cerró los ojos.
—Estaba en un campo de rehabilitación para Rojos. En alguna parte. Lo que les hacían a los
pobres chavales para entrenarlos. Vi como debe de vernos todo el mundo, si eso tiene algo de
sentido… Fue como… Sentí como si me asfixiaran con humo. No había nada en sus facciones, pero
durante un segundo me sentí aterrorizado. Era como si estuviera ahí realmente. Me tenían y yo era el
siguiente.
—Lo siento —dije, incapaz de contener la tensión de mi voz—. Me percaté de lo que estaba
ocurriendo un segundo demasiado tarde. Debería haber…
—Es culpa mía que lo haya averiguado —dijo Cole bruscamente—. No te culpes por ello, Joyita,
no es tu responsabilidad. Me habías dicho que él estuvo en el proyecto Jamboree. Debería haberlo
controlado yo mismo en lugar de actuar como un monstruo, es solo que… ¡Joder! —Descargó un
puñetazo en la puerta—. No estaba pensando en absoluto. Yo solo… me ganó. Durante un minuto, me
ganó.
El corazón se me encogió al escuchar sus palabras. Conocía esa sensación. No importaba cuánto
poder tuviera uno ni cuán útiles fueran sus aptitudes. Tenían voluntad propia. Si no se estaba encima
de ellos todo el tiempo, encontraban la forma de escaparse.
—Esos chavales, en especial los Verdes y los Azules, lo tienen mucho más fácil, ¿no es así? —
dijo Cole con voz queda—. Más fácil de controlar, más fácil de ocultar. No les arruina la vida como
a nosotros. Nosotros tenemos que estar atentos, de lo contrario nos dejamos llevar. Y no podemos
dejarnos llevar.
Ni Liam, ni Chubs, ni Vida ni todos los demás habían entendido cuánto esfuerzo exigía controlar
lo que yo podía hacer de tal forma que no me controlara a mí. Aflojar la correa siquiera un segundo
podía implicar que alguien acabara lastimado. Que yo misma me hiciera daño.
—Es como si siempre estuviera en el borde y no puedo…, no puedo entrar, no puedo hacerlo sin
sentirme completamente aterrorizada porque puedo arruinarlo todo. Quiero dejar de arruinar cada
cosa buena que se cruza en mi camino. No puedo controlarlo durante mucho tiempo…
—¿Y crees que yo sí? Jesús. La mitad del tiempo siento que me quemo vivo debajo de la piel.
Hierve y hierve y hierve hasta que, al final, suelta la presión. También de niño era así. —Cole soltó
una risa débil y amarga—. No era…, no era como una voz ni nada por el estilo, nada me susurraba
cosas. Era solo esta necesidad, creo. Era como si siempre estuviera junto a una hoguera y solo
necesitara meter la mano una vez para saber lo caliente que estaba. Por las noches no podía dormir.
Pensaba que sin duda era porque mi padre era el demonio. De verdad, realmente, el mismísimo
Príncipe de las Tinieblas.
—¿Harry? —pregunté, confundida.
—No, mi padre biológico. Harry es…
—Vale, déjalo —dije.
—Entonces, ¿Li habla mucho de él? —No esperó a que se lo confirmara y continuó—. Sí, nuestro
verdadero padre…, ese hombre… más tonto que Abundio, irascible como una víbora. No es una
buena combinación. Todavía fantaseo con hacerle una visita, irrumpir en la vieja casa y hacer estallar
todo su mundo en llamas.
—Liam solo lo mencionó una vez —dije, intentando no meter las narices en el asunto, sin
importar cuánto deseara hacerlo. Esta era la parte de su vida que Liam no quería compartir y, por
más horrible que fuera, a mí me incitaba a querer meter el dedo en la llaga—. Cuando perdía los
estribos.
—Bien, con un poco de suerte eso significa que no recuerda la mitad del asunto. El tío era… era
un monstruo. Era el mismísimo diablo cuando se enfadaba. Supongo que uno de nosotros tendría que
ser la astilla de ese viejo palo. Solía preguntarme, sabes, si las aptitudes que poseemos dependen de
alguna forma de algo que ya tenemos dentro. Pensaba que ese fuego… era su ira. Es la furia de mi
padre.
Sabía que no serviría de nada, o por lo menos los gestos tranquilizadores jamás habían tenido
mucho efecto cuando me los prodigaban a mí, pero tenía que decirlo. Debía decírselo.
—No eres un monstruo.
—¿Acaso los monstruos no echan fuego? ¿No incendian reinos y países? —dijo Cole, con una
sonrisa irónica—. Tú también te llamas así a ti misma, ¿no? No importa cuántas veces los demás te
digan que no es verdad, tú has visto las pruebas. No puedes fiarte de ti misma.
Me erguí en el asiento, preguntándome, por primera vez, si acaso él no estaba igual de
desesperado por la cura que el resto de nosotros.
—Para ti esto no tiene que ver con los campos…, ¿verdad? —pregunté—. Se trata de la cura.
La garganta le subió y bajó al tragar saliva.
—Has acertado a la primera. Puedes decirme que soy un imbécil.
—¿Por qué? ¿Porque no quieres sufrir así? —pregunté con brusquedad—. ¿Porque quieres ser
normal?
—¿Qué es «normal»? —preguntó Cole—. Estoy seguro de que ninguno de nosotros recuerda qué
se siente al ser normal.
—Bien —insistí—, entonces quieres tener una vida sin toda esta mierda. Yo quiero la cura más
que mi próxima respiración. Nunca me he permitido pensar en el futuro, y ahora es como una
compulsión. Quiero esa libertad con tanta intensidad…, y parece que cuanto más me esfuerzo por
alcanzarla más lejos está.
Cole se pasó la mano por la cara, asintiendo.
—Lo subestimo, a veces… Te olvidas, porque funcionas y cada vez que te derriban te la
para levantarte. Pero ahora está empezando a ser cada vez más difícil, ¿verdad?
—Sí. —Era la primera vez que lo admitía. La palabra estaba tan vacía como yo.
—No es que crea que no conseguiré levantarme. Es que tengo miedo de… estallar. De
incinerarme. De alejar a todas las personas a las que quiero porque no puedo evitar sentirme tan
condenadamente enfadado todo el tiempo. —Levantó una mano y la sostuvo ante su rostro, a la
espera de otro espasmo. Al ver que no se producía, miró a Clancy—. Los tienen encerrados en esas
habitaciones blancas. Las luces están siempre encendidas y hay voces. Las voces no paran y dicen
todo el tiempo cosas como «eres defectuoso, admite que lo eres para que podamos arreglarte».
Lastimaban a los niños; les hacían daño de verdad, una y otra vez. Era… Yo no soportaba verlo, y
eso que no era a mí a quien golpeaban. ¿Era… real? ¿Se lo puede inventar?
Aferré el volante con fuerza.
—Puede implantar cualquier imagen que desee en tu mente, pero creo que la verdad es tan
horrible que no ha necesitado retocarla.
—No sé qué me irrita más, lo que hicieron a los chavales o que hayan averiguado cómo contener
el fuego que tenían en su interior. Joder, Joyita. Cómo diablos… —Sacudió la cabeza como si
necesitara aclararse—. Si se lo dice a cualquiera de los demás; si le dice a Liam, ¿qué se supone que
debo hacer? Los chicos no se acercarán ni a cien metros de mí.
—No lo hará —prometí—. ¿Cuánto más de eso tienes ahí?
Cole abrió la cremallera del morral.
—Tres frascos más.
—Entonces lo mantendremos inconsciente hasta que lleguemos al Rancho y lo pongamos en un
lugar seguro —dije—. Lo mantendremos apartado todo el tiempo y yo seré la que trate con él.
—Matarlo sería más simple. —En sus palabras no había pasión ni furia, y tal vez por eso
resultaron tan apabullantes. Nada más que un frío e implacable pragmatismo. Resultaba inquietante la
velocidad a la que cambiaba de chip.
—No puedo —le recordé, reciclando uno de sus propios argumentos—, es el único que sabe
dónde está su madre. No puedes hacerle nada, por lo menos hasta que averigüemos dónde está.
Necesito la cura. Sea lo que sea, la necesito. Detesto a Clancy más que a nada en el mundo, pero
detesto aun más vivir así. Detesto la idea de que esto no tenga fin.
Cole volvió a mirar por la ventanilla, hacia los edificios que pasaban borrosos junto al coche.
—Entonces, Joyita, tú y yo tendremos que descubrir una forma de ir siempre un paso por delante
de nuestros monstruos.
Asentí. Tenía un nudo en la garganta por la necesidad de llorar a causa de la sorpresa de haber
encontrado a alguien que, finalmente, lo comprendiera, que no solo luchara contra todo y contra
todos, sino contra sí mismo.
—¿Estás segura de que no es una pesadilla…? —preguntó él, con voz queda—. De que
simplemente… nos despertaremos.
Miré el camino; el polvo que el viento arrastraba desde el desierto cubría el asfalto con un tenue
matiz dorado, aun cuando sobre nuestras cabezas comenzaban a reunirse nubes grises.
—Sí —dije, tras algún tiempo.
Porque quienes sueñan siempre despiertan y dejan a sus monstruos atrás.

Mentes Poderosas 3: Una Luz InciertaWhere stories live. Discover now