capitulo 25

66 9 0
                                    

CAPÍTULO VEINTICINCO
Durante los dos siguientes días, las piezas de mi plan fueron uniéndose unas a otras. Las encajé a
toda prisa mientras trabajaba en el jardín, sin hacer caso de las ampollas en las palmas de las manos,
y durante los minutos previos a caer desmayada en un profundo sueño cada noche. Saber que todo
acabaría pronto, en cuestión de horas, me hizo sentir imprudente de una manera que no esperaba. En
cierto modo era demasiado tiempo y, sin embargo, no era suficiente. No podía evitar sentir miedo de
que los otros hubieran cambiado el plan original que Cole, Nico y yo habíamos esbozado. Les había
dicho: «Primero de marzo», pero… ¿qué pasaba si no podían llegar a tiempo?
¿Y si ni siquiera venían?
Alejé aquel pensamiento antes de que pudiera implantarse demasiado profundamente en mi
corazón.
A las seis de aquella tarde me acosté en mi cama, con las manos cruzadas sobre el estómago. El
colchón de Sam se movió cuando ella se puso de lado, distorsionando las formas que yo había
grabado en el plástico. Levanté la mano y cogí un trocito retorcido de la cubierta de plástico con las
uñas rotas. Lo saqué suavemente y le fui dando forma entre los dedos con cuidado, hasta convertirlo
en un círculo.
—… Así que la chica, después de que los ladrones decidieran llevársela, se las arregló para
robar una de sus dagas y cortar la cuerda que habían usado para atarle las manos… —estaba
diciendo Rachel, que era a quien le tocaba explicar una parte del cuento con el que, por turnos,
llenábamos la hora antes de que nos llamaran para cenar.
Aquella noche tejió la historia de otra chica sin nombre, en otra situación peligrosa. Cerré los
ojos con una leve sonrisa en los labios. Las historias no eran ni mejores ni más originales. Todas
seguían la misma trama: niña es tratada injustamente, niña lucha, niña escapa. La máxima fantasía en
Thurmond.
El agotamiento físico me mantenía quieta. Por mucho que me hubiera entrenado en el Rancho, las
muchas horas de interminable trabajo sin descanso, de escasez de comida y agua, estaban pensadas
para drenar la energía que hubiéramos necesitado para escapar o para luchar. Mi cuerpo era un
amasijo de músculos temblorosos, pero me sentía extrañamente tranquila a pesar de que sabía lo que
pasaría si daba un paso en falso o si ellos se daban cuenta de todo antes de que pudiera completar lo
que me había llevado hasta allí.
«Tengo que salir de aquí».
—¿Ruby? —me llamó Ellie desde su litera en el centro de la habitación—. Te toca.
Me apoyé en los codos y saqué rápidamente las piernas fuera de la estrecha cama. Ejercité un
poco la espalda para calmar los calambres mientras pensaba en cómo terminaría el cuento.
—La chica…
Cuando era más joven, le habría pasado el turno a Sam después de añadir solo unas pocas
palabras, pero ahora podía resultarme útil. No estaba segura de que lo entendieran, pero esperaba que supieran reconocer la advertencia cuando llegara el momento.
—La chica cortó la cuerda y tiró al bandido del caballo. Tomó las riendas y dirigió el caballo de
vuelta por donde habían venido… hacia el castillo.
Hubo un murmullo. Vanessa había pasado la mayor parte de sus quince minutos describiendo la
batalla que se libraba fuera de los muros. Había proporcionado la distracción que necesitaban los
bandidos para llevarse a la chica.
—Ella aprovechó la oscuridad —le expliqué—, dejó el caballo en el bosque cercano y se
arrastró hacia un pasadizo oculto en la pared de piedra. El combate se había detenido una vez que los
caballeros negros habían tomado el castillo. Expulsaron a los caballeros blancos, que ya no pudieron
ayudar a las familias atrapadas en el interior. Pero nadie se dio cuenta de que una chica pequeña y de
aspecto sencillo entraba por la puerta de atrás. Parecía una criada indefensa que llevaba una canasta
de alimentos a la cocina. Durante días, permaneció en el castillo, observando. Esperando el momento
oportuno. Y entonces llegó. Se deslizó de nuevo al exterior y, tras adentrarse entre las sombras de la
noche, abrió la puerta para que los caballeros blancos volvieran a entrar…
—¿Por qué regresó? ¿Por qué no se escapó o se ocultó? —preguntó Sam, con un hilo de voz.
Respiré suavemente, contenta de que al menos lo entendiera.
—Porque —dije finalmente—, sin duda, no podía dejar a su familia atrás.
Las chicas permanecieron en silencio en sus literas, mirándose unas a otras como si se
preguntaran lo mismo. Nadie hizo la pregunta… No sé cuántas en realidad se atrevieron a tener
esperanzas. Pero tres breves minutos más tarde, la cerradura electrónica de la puerta de la cabaña se
desbloqueó. La puerta se abrió y entró una FEP.
—¡En fila! —ladró.
Formamos a toda prisa, en orden alfabético, mirando al frente mientras ella nos iba contando.
Después, la FEP les hizo un gesto a las primeras chicas de la fila para que comenzaran a moverse.
No pude evitarlo. Un paso antes de llegar a la puerta, miré hacia atrás. No importaba lo que
pasara, esa sería la última vez que viera la Cabaña 27.
Pero cuando entramos por la puerta del comedor aquella noche, no me quedó más remedio que
examinar un componente clave de mi plan. Porque, colocada contra la pared que había frente a
nosotros, a la izquierda de la ventana donde nos alineábamos para recibir la comida, había una gran
pantalla blanca. O’Ryan se puso delante, con los brazos cruzados sobre el pecho, y la luz azul de un
proyector digital reflejada en el cuerpo. Sam me lanzó una mirada nerviosa cuando la escolta de las
FEP la empujó hacia nuestra mesa.
La última vez que habíamos visto usar la pantalla había sido durante nuestra primera semana en
el campo. Los controladores de campo habían instalado el proyector para enseñarnos la lista de
reglas internas. «No se permite hablar durante las obligaciones laborales». «No se permite hablar
después de apagar las luces». «Está prohibido hablar con un oficial de las Fuerzas Especiales Psi a
menos que él o ella os hable primero». Y la lista seguía y seguía y seguía.
En vez de ponernos en fila para recibir la comida, los FEP nos indicaron que nos sentáramos y
que permaneciéramos inmóviles. La energía en la sala era inquietante. No pude leerle la mente a
ninguno de los controladores de campo ni a ningún miembro de las FEP.
—Recientemente se han producido algunos acontecimientos —empezó O’Ryan, en un tono de voz
lo bastante alto como para llegar a toda la sala— que afectan a vuestra situación. Prestad atención.
Solo se os mostrará una vez.
«El traslado», pensé. Por fin iban a decir que cerraban el campo.
O’Ryan retrocedió cuando las luces disminuyeron un poco. Un equipo conectado al proyector
emitió la imagen de un escritorio antes de que se maximizara la ventana de vídeo, y el FEP pulsó la
tecla reproducir.
El vídeo no trataba del traslado.
A mi lado, Sam se encogió de verdad y buscó mi mano. Parpadeé de incredulidad, horrorizada.
Era una imagen que no había visto en ocho años: el presidente Gray de pie, en un podio delante
del escudo de la Casa Blanca. Sonreía con tanta generosidad que se le formaban hoyuelos en las
mejillas. Hizo un gesto, una señal a alguien de fuera del encuadre de la cámara, y la sala repleta de
reporteros y cámaras se llenó de voces cuando una mujer de pelo claro, vestida con un traje
impecable, se situó junto a él. La doctora Lillian Gray.
—Nunca he sido una persona que se ande por las ramas, ¿verdad? —se rio el presidente Gray.
La primera dama desapareció tras el parpadeo febril de los flashes. Los clics furiosos de los
obturadores de las cámaras habrían avergonzado a una ametralladora.
—Me alegra estar de nuevo en Washington, en casa, en esta sala con todos ustedes y con mi bella
esposa. En contra de lo que aseguraban las especulaciones absurdas, está sana y salva. —Risas
nerviosas en respuesta—. Su presencia aquí significa que, por fin, puedo decir que nuestras
oraciones han sido contestadas y ahora tenemos un tratamiento seguro que librará a los niños
estadounidenses de la enfermedad psiónica para siempre —dijo.
Más rumores de la prensa, más flashes de las cámaras. Los niños a mi alrededor estaban
demasiado bien entrenados como para no reaccionar más que en forma de jadeos de sorpresa o de
miradas fugaces entre unos y otros. La mayoría se limitaban a seguir allí sentados, con una expresión
de incredulidad.
—Durante años, Lillian se ha mantenido alejada del público con el fin de realizar una
investigación sobre este tema. Ha sido una labor de carácter confidencial para evitar las
interferencias de la antigua banda terrorista, la Liga de los Niños, y de otros enemigos internos.
Mientras seguimos buscando las causas de esta trágica enfermedad, pueden estar seguros de que
todos los niños podrán someterse a esta operación de salvamento. Ahora mismo les distribuiremos la
información detallada sobre el procedimiento.
Unos reporteros trataron de intervenir con preguntas, mientras gritaban el nombre de Lillian
tratando, supuse, de convencerla de que se acercara al micrófono. Ella, en cambio, parecía muy
ocupada en mirar la alfombra que tenía a sus pies. Quienquiera que la hubiera emperifollado así
también había logrado absorberle la vida.
—Como verán en las imágenes y en los informes que hemos incluido, nuestro propio hijo, Clancy,
fue el primero en recibir este procedimiento.
Sentí un escalofrío cuando otra forma salió al escenario, guiada por un hombre que vestía traje
oscuro. Clancy llevaba la cabeza afeitada y cubierta con una gorra de béisbol decorada con el sello
presidencial. Mantenía la cabeza gacha y fuera de la vista, negando a las cámaras que tenía delante una toma clara, hasta que el presidente se apartó del micrófono y le dijo algo. Aún con los hombros
encorvados, Clancy finalmente levantó la cabeza. Me recordó a un caballo en el suelo, con la pata
rota y atrapada debajo del cuerpo: nunca sería capaz de levantarse de nuevo, y mucho menos correr.
A pesar de todas las cosas terribles que había hecho él y de todas las cosas terribles que había
deseado hacerle yo, nunca había imaginado nada parecido. Me quedé muy sorprendida cuando me
invadieron, como si fueran olas, distintas emociones, todas demasiado próximas entre sí y demasiado
salvajes como para poder distinguirlas. Me sentí asqueada.
Clancy temblaba, empequeñeciendo cada vez más, al tiempo que sus padres sonreían más y más
para darles a los reporteros lo que querían: un retrato de familia. «Con cuánta perfección —pensé—,
estas personas han hundido a Clancy en su peor pesadilla».
—Recordarán que salió del programa del campo de rehabilitación hace varios años.
Desafortunadamente, como con cualquier enfermedad, hay recaídas; y esta es una de las razones por
la que no nos hemos sentido cómodos con la liberación de los niños de estos campos. Necesitábamos
una solución permanente, y creemos que la hemos encontrado. Habrá más información en el futuro
con respecto a cuándo empezará a llevarse a cabo el procedimiento, y fijaremos una fecha probable
para la finalización del programa de los campos de rehabilitación. Les pido, sabiendo ya lo mucho
que se han sacrificado y sufrido durante estos largos años, que tengan un poco más de paciencia. Y
comprensión. Y fe en el futuro que estamos a punto de presenciar, en el que veremos la reaparición
de nuestra prosperidad y de nuestro estilo de vida. Gracias, y que Dios bendiga a los Estados Unidos
de América.
Antes de que la primera avalancha de preguntas pudiera levantarlo por los aires, el presidente
Gray pasó el brazo alrededor de los hombros de Lillian, hizo un gesto amistoso a las cámaras y la
condujo fuera del escenario y de la sala antes de que pudiera decir ni una sola palabra.
El vídeo terminó congelado en esa última imagen. Y yo también me sentí atrapada en ese
momento.
«No —pensé—. Recuerda por qué viniste aquí. Ahora. Hazlo ahora».
Nuestra escolta FEP, con el ceño fruncido en un gesto de impaciencia, nos dio luz verde para que
nos levantáramos y nos pusiéramos de nuevo en fila para recibir nuestras comidas. El vídeo sorpresa
me había despojado de mi plan original, pero era bastante fácil recoger los pedazos y volver a
montarlos en orden. Estábamos cerca de la cocina, arrastrando los pies hacia delante, cuando noté la
mirada de la FEP clavada en mi espalda.
Empujé a Sam, haciéndola caer al suelo. Y por si eso no era suficiente para ahogar hasta el
último sonido que nos rodeaba, le grité:
—¡Cállate! ¡Cállate y punto!
Mi voz sonó como un latigazo en el silencio que restalló como una bofetada en el rostro
confundido de Sam.
«Sígueme el juego», le rogué, lanzándole una mirada. «Por favor».
Me ofreció un breve movimiento de cabeza. Lo había entendido. Levanté el brazo, como si fuera a golpearla, ignorando a Vanessa, que trataba de cogerme la muñeca para evitarlo. Lo más difícil era no reaccionar contra la FEP, que ahora se dirigía hacia mí, furiosa, cruzando la distancia entre nosotras a grandes zancadas. Lo que acababa de hacer era más que suficiente para que me castigaran.
Más que suficiente para que me expulsaran de la cena.
Las chicas que nos rodeaban mantenían la cabeza gacha, pero su miedo y confusión contaminaron
el aire a mi alrededor mientras la mujer me agarraba por el cuello y se me llevaba a rastras. O’Ryan
y los demás controladores de campo desmontaban el proyector y la pantalla sin siquiera fijarse en la
refriega.
Yo no le había sugerido de ninguna manera a la FEP que me arrastrara a la cocina. Los niños
azules que fregaban las ollas y las sartenes saltaron del susto. Varios que clasificaban los
ingredientes para las comidas del día siguiente se volvieron, momentáneamente distraídos de su
trabajo. Busqué en el techo las cámaras negras y las conté…: una, dos, tres. Una por encima de la
ventana de servicio; una cerca de la gran despensa; otra por encima de la mesa metálica de trabajo,
donde varios niños pelaban las patatas que nosotras acabábamos de sacar del jardín.
La parte de atrás del comedor daba al bosque, y había aproximadamente tres metros de espacio
entre el edificio y la valla. Las cámaras no grababan lo que pasaba allí, solo apuntaban al bosque.
Era uno de los puntos ciegos que había aprendido a temer enseguida.
Ella abrió la puerta de atrás con el hombro, y tuve un segundo para reaccionar.
Tiré de la FEP y le retorcí el brazo a la espalda hasta casi partirle el hueso. Ella dejó escapar un
ruido ahogado de sorpresa que cortó abruptamente cuando entré en su mente.
Se desabrochó el uniforme; se quitó las botas, la camisa y los pantalones de camuflaje negros, así
como el cinturón, la gorra oscura, y lo dejó caer todo al suelo. Me quité las zapatillas, tratando de
igualar el ritmo frenético que había impreso en su mente. Ella cogió mi uniforme cuando se lo di,
tirando de él con una mirada de obediencia ciega. Demasiado tranquila. Le implanté la imagen de
ella cuando era pequeña, de pie en el centro del campo, mientras los soldados se movían a su
alrededor y se le acercaban. Solo cedí cuando se puso a llorar.
El lápiz de memoria se me cayó de la zapatilla a la hierba congelada y lo recogí rápidamente,
apretándolo con fuerza en la mano para tranquilizarme, para asegurarme de que estaba allí.
El cambio no había durado más de dos minutos. Dos minutos, tal vez demasiado tiempo. No
podría decirlo… A los FEP se les permitía meternos en rincones oscuros no monitorizados para
abusar un poco de nosotros antes de castigarnos de verdad. Si era así como habían interpretado esos
momentos perdidos los controladores de campo que observaban desde la torre de control, todo
saldría bien.
Guie a la FEP hacia el jardín. Con cada exhalación aguda, mi respiración empañaba de blanco el
aire. Mantuve los ojos en las finas cadenas enganchadas alrededor de uno de los postes de la cerca.
Me hubiera gustado decir que yo era lo suficientemente buena persona como para no sentir cierta
satisfacción cuando senté a la FEP en el barro frío y la até a la valla, de espaldas a las cámaras de
las cabañas cercanas y fuera del alcance de los soldados que patrullaban en la plataforma de la torre.
Pero no lo era. Después de ver a tantos niños allí fuera durante horas y horas, simplemente por hablar
entre ellos o por mirarlos de reojo en un mal día, quería al menos que uno de ellos supiera lo que se
sentía. Quería que uno de ellos viera lo que le habían hecho a Sam cada vez que la sacaban allí fuera.
Cuando dejé atrás los chalecos rojos apostados a lo largo de la ruta de acceso a la torre de
control y el comedor, empecé a ponerme nerviosa. De alguna manera, la torre de ladrillo me pareció
el doble de alta de lo que en realidad era al acercarme a ella. Sus paredes encorvadas parecieron inclinarse sobre mí aún mucho más amenazadoramente.
«Es un operación», me recordé a mí misma. «No es diferente a cualquier otra operación». La
acabaría y volvería a casa.
El FEP apostado junto a la puerta de la torre de control me miró a través de la oscuridad. Los
reflectores de la plataforma de vigilancia cruzaban el suelo por delante de mí, barriendo todo el
campamento, apuntando a las zonas oscuras donde las otras luces no llegaban.
—Houghton…, ¿qué…?
Asentí con la cabeza, me ajusté la visera de la gorra sobre los ojos y sujeté con una mano el rifle
que llevaba colgado al hombro.
—¿Qué…?
Su mente se desplegó en espirales de color verde, blanco y rojo. Yo necesitaba que acercara su
distintivo de seguridad al dispositivo negro que tenía detrás de él, y lo hizo. Y necesitaba que se
apartara, así que también lo hizo. Hizo todo lo que pedí, incluso sujetarme la puerta abierta cuando
entré.
Crucé el umbral hacia el corazón caliente del campo. El calor de las rejillas de ventilación
traspasó las capas de ropa prestada, llegándome directamente a la piel y los huesos. Creo que nunca
antes me había sentido tan poderosa en toda mi vida como cuando miré por el pasillo, hacia las
escaleras que conducían a la plataforma, dos pisos por encima.
A mi derecha se abrió una puerta, y de ella salió un controlador de campo que sostenía una taza
de café entre las manos. La habitación que tenía a su espalda desapareció lentamente, a medida que
se cerraba la puerta, pero no antes de que viera el televisor, los sofás y las sillas. La camisa negra
del uniforme se le arrugó cuando se llevó una mano a la boca para tapar un bostezo, me echó una
mirada amistosa, del tipo «¿qué le vamos a hacer?», medio avergonzada, medio sin remordimientos.
Todo el asunto parecía una gran broma.
Sonreí y lo dejé pasar en dirección a la puerta de hojas batientes del otro extremo del pasillo.
Después de él, pasé yo. La mitad izquierda de la planta baja del edificio era poco más que una
enorme estación de monitorización. Pantallas grandes y pequeñas, cada una de las cuales mostraba un
ángulo diferente del campo, se alineaban en la pared del fondo. Una de ellas mostraba una imagen de
satélite del clima, otra mostraba un canal de noticias en silencio.
Había tres filas de ordenadores en total, aunque solo la mitad de los asientos parecían estar
ocupados. Daba la impresión de que habían empezado a empaquetar las cosas de la sala, de
izquierda a derecha, eliminando lentamente las estaciones de trabajo que ya no eran esenciales.
«Para esto necesitaban a los Rojos», pensé. El proyecto había acabado para muchos FEP, y los
que se habían quedado, junto con los reclutas más nuevos, se encargaban de trasladar los archivos y
suministros antes de la clausura del campamento.
«Céntrate».
Me senté en la segunda fila y conecté el monitor, que mostró un escritorio básico. Me latía la
sangre en los oídos, pero tenía las manos sorprendentemente firmes cuando inserté el lápiz de
memoria.
La carpeta se abrió y transferí el archivo del programa al escritorio. Al principio pensé que lo
había leído mal, pues la ansiedad me nublaba un poco la mente, pero jude.exe arrancó enseguida y apareció en el fondo negro de la pantalla, al lado del icono de la papelera, justo debajo de una
etiqueta triangular negra que decía «Seguridad».
Cuando terminó, borré el archivo original del lápiz de memoria, lo tiré al suelo y aplasté la
carcasa de plástico con el tacón de la bota izquierda. El reloj, en la esquina inferior derecha de la
pantalla, marcaba las 19:20 horas.
Abrí la ventana de símbolo del sistema, escribí «start jude.exe», y el icono desapareció del
escritorio.
No pasó nada más.
«Mierda —pensé mirando el pequeño reloj de nuevo—. ¿Ya está? ¿Por qué…?».
El golpe que recibí en la nuca fue tan fuerte que salí lanzada del asiento, pero en el último
segundo, antes de estrellarme de lado contra el suelo, una mano me agarró, tiró de mí, me golpeó
contra la mesa, me agarró por la garganta y me puso un arma en la cara.
—¡Aquí! —El rostro del FEP se dividió en dos. Parpadeé, tratando de ver bien, mientras más
personas entraban en tromba por la puerta abierta—. ¡Aquí!
Me apartó de la mesa y me lanzó al suelo, con la pistola a un centímetro de la frente, para dejarle
espacio a un controlador de campo, que se sentó y empezó inmediatamente a teclear. Es decir, que
alguien se había dado cuenta. Se había acabado todo, pero yo había hecho lo que tenía que hacer.
Había llegado hasta allí.
Al menos lo había hecho.
En la sala todos estaban alarmados, pero retrocedieron cuando la voz familiar de O’Ryan empezó
a ladrar.
—¡Manteneos alejados de ella!
Escribió algo más, abrió la ventana de símbolo del sistema.
—¿Qué has hecho? —me espetó.
Me concentré en su rostro, ignorando el goteo caliente que me bajaba por la nuca. Conseguí
enfocar de nuevo la vista, me encogí de hombros y una sonrisa se abrió camino hacia mis labios.
O’Ryan empujó a un lado al otro soldado, que volvió al círculo de FEP y controladores de campo
que se mantenían a una cierta distancia con las armas desenfundadas. Me rechinaron los dientes
cuando me aplastó contra la pared, exigiendo:
—¿Cuál es tu propósito aquí?
Me limpié la sangre de la comisura de la boca y no dije nada. Nada de lo que aquel tipo pudiera
hacerme me daba miedo, ni me hacía sentir pequeña e indefensa.
El controlador de campo se volvió hacia una mujer de las FEP y le dijo.
—Pon en marcha el dispositivo de control de calma.
—El grupo C se encuentra todavía en el comedor —dijo ella—. ¿Deben ordenarles primero que
vuelvan a sus cabañas?
—¿No me has oído? —le dijo, resaltando cada palabra.
Ella volvió a su pantalla y escribió furiosamente, terminando con un golpe de su dedo meñique
contra la tecla Enter.
—Espera…
Uno por uno, los monitores de la pared se apagaron, y después todas las pantallas de los ordenadores. Las imágenes se fueron desvaneciendo con un siniestro silbido electrónico.
—Inicia el protocolo de prueba de fallos —dijo.
—¿Señor? —dijo ella, sorprendida, pero sin dejar de teclear—. Me han expulsado.
—¿De qué?
—¡Del sistema entero!
—Yo también…
—No podemos acceder…
Yo sabía perfectamente que era inútil, pero no quería admitirlo: aún no había acabado, no estaba
lista para que se acabara todo. Las armas de fuego a mi alrededor podrían matarme una docena
veces. Estaba absolutamente rodeada de uniformes negros. Los oídos me zumbaban y el suelo
temblaba bajo mis pies, pero me habían dejado libres las manos invisibles de la mente, las envié en
todas las direcciones como flechas a punto de alcanzar las dianas.
O’Ryan me dio un puñetazo en la cara.
No pude levantar las manos lo bastante rápido como para bloquearlo. Pero él no fue lo
suficientemente rápido como para agarrarme cuando me lancé al suelo. Me golpeé el cráneo contra
las baldosas, la estática me invadió la visión. Él se inclinó sobre mí, se sacó del cinturón un pequeño
dispositivo y lo sostuvo junto a mi oreja derecha. Le escupí en la cara, y él simplemente se rio,
aumentando el nivel de emisión de estática.
A mi alrededor, el mundo se hizo añicos. Me agarraron por los brazos y me arrastraron por el
suelo a través de una maraña de piernas y sillas. No veía bien, no conseguía borrar del cerebro los
sonidos contaminantes. Todos los músculos del cuerpo se me agarrotaron, provocándome calambres,
y por dentro empecé a gritar. Grité que aún no había terminado, pero ni siquiera pude oír mis propios
pensamientos. La estática me sumergió en un manto de oscuridad y me retuvo en el fondo hasta
ahogarme.

Mentes Poderosas 3: Una Luz InciertaWhere stories live. Discover now