La occitana

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Algunas de las más jóvenes apenas tenían edad para ser consideradas mujeres, pero allí estaban, viviendo en las ruinas de un viejo templo pagano, escondiéndose del mundo. La líder de aquel grupo era Mirèlha, una mujer de cabello castaño que había sido monja. Respetada por todas las demás, aquella joven se había acabado convirtiendo en la única capaz de seguir manteniendo a todas las fugitivas ocultas y vivas, por lo que resultó especialmente escalofriante ver su cabeza rodar fuera de aquel saco de tela. Su escondite había sido descubierto, su líder había sido asesinada y su final estaba tan cerca que muchas se desmoralizaron al sentirlo tan cerca. Aubrèa sabía que no tendría escapatoria, pero su corazón todavía exigía libertad y echó a correr hacia la parte trasera de aquellas ruinas. Llegó más lejos de lo que creyó, había dejado atrás el que había sido su hogar en la última etapa de su vida y había creído incluso que conseguiría escabullirse y esconderse en las montañas, pero había soñado demasiado. Tres hombres la interceptaron, cortándole el paso y rodeándola junto a otros dos que aparecieron por detrás. La muchacha no tenía opciones, sufriría mil y una torturas y con suerte moriría antes de ser condenada a la hoguera por herejía como el resto de las mujeres con las que había convivido. Uno de ellos se acercó a ella con la cara desencajada y una sonrisa macabra. 

Aubrèa era una muchacha joven que no alcanzaba las dos décadas de vida, pero siempre había tenido muy clara cuál era su fe y en qué forma la vivía. Aquello la había condenado a vivir escondida junto a otras mujeres desde bien pequeña, pues había presenciado oculta en el interior de una alacena lo que se le hacía a las mujeres que como su madre se rebelaban a la autoridad de la Iglesia y de los hombres que decían ser ministros de Dios. Sabía que aquellos hombres mancillarían su cuerpo, lo torturarían y lo humillarían hasta la muerte y, si la mala fortuna así lo dictaba, la quemarían en una pira. Aubrèa comenzó a sentir palpitaciones cuando uno de ellos la agarró por los brazos, rompiéndole el vestido a tirones mientras su compañero de atrás perdía la cabeza literalmente. El ruido del cuerpo al desplomarse alejó la atención de la muchacha y los cuatro hombres se giraron a observar a un misterioso encapuchado que sostenía una espada cuya hoja era ligeramente curvada. Se abalanzaron sobre él, pero el encapuchado ni siquiera se movió. Un simple movimiento de su brazo hizo que aquella singular espada separase sus cabezas de sus cuerpos, cayendo todos al suelo para teñirlo de rojo. Aubrèa seguía temblando cuando su salvador se retiró la capucha. 

—Perdóname —pidió con su femenina voz.

La larga melena castaña de Cezara caía salvaje por todas partes, cubriendo su ropa de cuero. Aubrèa corrió a sus brazos, ocultando su rostro en el cuello de su salvadora, que no era un hombre, ni siquiera un ser humano. Lo que sentía por Cezara era otro motivo por el que la muchacha occitana se mantenía tan firme en sus convicciones, de no hacerlo condenaría la existencia de una criatura como Cezara, una vampiresa de más de cien años de vida. Aubrèa tomó las manos de su amada y miró en sus ojos buscando algún indicio de que el resto de mujeres siguiesen allí a salvo, pero no. Cezara no mentía jamás por más dolorosa que pudiese resultar la verdad. Había tenido que escoger si salvarla a ella o salvar a las otras y había tenido muy clara su decisión. 

Aubrèa nunca había conocido a una mujer tan buena en el manejo de la espada, claro que tampoco había creído jamás que pudiesen existir los demonios. Cezara era la prueba viviente de que una mujer puede ser mejor guerrera que los hombres y de que la Humanidad no está sola en el mundo. Todo aquello había tardado en descubrirlo, antes de eso conocía a Cezara por el nombre de Aalis de Rochechouart, una noble francesa que como muchos otros había llegado a aquellas tierras meridionales para ocupar el espacio que antaño ocupase la nobleza occitana, ya desaparecida tras la decadencia de su región y su inclusión en el entramado monárquico francés. Había tenido muchos problemas para comprender qué podía despertar aquella mujer en ella para hacerla sentir de aquella manera, pero había acabado olvidándose de preguntas y respuestas y se había centrado definitivamente en liberar sus sentimientos hacia aquella criatura que al igual que ella se escondía del mundo, aunque por motivos distintos. Aalis y Cezara no eran exactamente la misma persona, había ciertas cosas que Aubrèa añoraba de la falsa personalidad de Cezara. Le había reconocido que no era francesa, le había desmontado toda la historia falsa de Aalis de Rochechouart que utilizaba para sobrevivir entre las francesas y los franceses de principios del siglo XVI. Sin embargo, no había explicado apenas nada de su verdadera historia, del lugar del que venía, de su familia o de si había otros seres como ella. Cezara había sido tajante al exponerle sus sentimientos, pero lo había sido también al decirle que tenía un objetivo al que dedicaría toda su eternidad. Era descorazonador aceptar que no podían estar juntas más allá de un par de días y que para ello Aubrèa tenía que ocultarse más de lo que lo hacía normalmente, pero la occitana había aceptado aquello que Cezara podía darle. De hecho habría aceptado mucho menos, pues comprendía que con una simple mirada, Cezara curaba cualquier mal que pudiese sentir y no porque fuese un demonio, una vampiresa o cualquier otra monstruosidad, si no porque era la mujer a la que amaba, fuese cual fuese su naturaleza. No obstante, las cosas acaban de cambiar para Aubrèa. 

La Gran PrincesaWhere stories live. Discover now