Carta 20

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Querida Camino:

Te escribo alarmada por la falta de noticias tuyas. Entiendo que las circunstancias no habrán mejorado, o habrías querido alegrarme contándomelas. Por ello, sigo enviándote con estas letras todo mi apoyo para vosotros en estos duros momentos.

Te envío también el final de la historia de Ángela. A veces ayuda, para sobreponerse a las desgracias propias, analizar las ajenas y extraer alguna enseñanza de ellas. Esa ha sido mi obsesión desde que te conocí y asumí que me estaba enamorando de mi alumna: no repetir contigo los errores que cometí con ella.


Durante todo el día aceché las ventanas de casa de Ángela, esperando que me hiciera alguna de las señales que habíamos convenido para encontrarnos. No hubo ninguna. El edificio seguía custodiado por la policía, y mi intento desesperado por colarme fue vergonzosamente descubierto. Esta incursión, mi insistencia, y más que eso el aspecto demente que tomé, convencieron a mi madre de atender a mis súplicas de que fuera ella a ver a Ángela, confiando en que los policías sí la dejarían pasar.

Me equivoqué. Desde mi atalaya tras los cristales la vi discutir con ellos cuando le bloquearon la puerta del edificio, con malos modos. Siguió insistiendo hasta que uno de los agentes se perdió en el interior del edificio. Tardó en regresar, y durante todo ese tiempo mi madre se mantuvo allí, firme como una roca, reclamando que le franquearan el paso. La adoré en aquel momento. Finalmente, el guardia regresó, negó con la cabeza y le entregó una nota de papel. Mi madre dio media vuelta, cabizbaja.

La nota era de Elena. En ella nos decía que su padre los mantenía aislados mientras él se encontraba fuera, en prevención de algún otro atentado anarquista, y que su madre había caído en un estado de postración nerviosa a causa de las noticias, por lo que no era posible verla. Su padre personalmente había ordenado que la dejaran sola, y no había hablado con nadie desde el día anterior. No parecía estar al tanto de nada más, por lo que supuse que el juez no había querido desvelar nuestra relación, aunque sí la mantenía prisionera hasta su regreso.

-La ha encerrado para debilitarla, madre, y destruir su espíritu. Lo creo capaz de matarla de hambre o por aislamiento ¡Tenemos que sacarla de allí! – rogué, y mi madre se avino a posponer una discusión detallada sobre las consecuencias de mi relación con Ángela hasta que se descartara ninguna amenaza contra su bienestar

Mil ideas sobre cómo llegar a Ángela pasaron por mi cabeza, y todas quedaron descartadas por inviables, o se frustraron por la vigilancia que el juez había establecido sobre su propia casa. Mi propia observación desde los ventanales no me reveló ningún resquicio por el que pudiera colarme, y me alarmó pensar que el juez volvería a casa pronto. Finalmente fue mi madre la que dio con la solución.

-Voy a pedir ayuda a don Gonzalo. Él os conoce a los dos, y no podrán negarle la entrada.

La idea me pareció maravillosa, y aunque mi madre se negó a que fuera yo a avisarlo, sí consintió en que estuviera presente en la visita que nos hizo después de haber acudido a la casa del juez.

Don Gonzalo llegó muy serio. Yo sabía que Ángela, en un momento en que la culpabilidad por creer que se había aprovecha de mi juventud la había abrumado, le había contado en secreto de confesión que tenía una relación con un joven. Pero no fue hasta esa tarde que el sacerdote había descubierto que la joven era yo.

Siempre le agradecí que no viniera a sermonearme. No sé si fue por el aprecio que le tenía a mi madre, o a la propia Ángela, pero se limitó a transmitir sus palabras, y la situación que había encontrado en la casa. Ángela estaba en su habitación, sola, por órdenes de su marido, que no le permitía contacto con sus hijos pero no les había explicado a estos el porqué. El sacerdote la había encontrado serena, aunque con signos evidentes de haber superado a duras penas una crisis de llanto y desesperación. Le agradeció la visita y le había dado un mensaje para mí.

Camino a tiWhere stories live. Discover now