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Erguida de manera amenazante, aquella figura de amplios hombros y ropajes de gala solo se encontraba estática a un costado de los pequeños brotes de calabaza, quieta, sin percatarse de mi presencia.

Quiero que se imaginen mi consternación, éramos dos mujeres solas con niños bajo nuestro cuidado en medio de la nada. Toda clase de desventuras, fatídicos hechos e imaginarias agonías cruzaron por mi cabeza a tal punto que mi respiración empezó a temblar en mi nariz.

No pude hacer nada, quedé prácticamente congelada mientras que el aire se cristalizaba en mis pulmones formando puntiagudas astillas que se clavaban en mi corazón haciendo que me doliese el pecho.

No quería hacerlo, pero cientos de imágenes mentales se maquinaron en mi cabeza con la misma velocidad de mis latidos. Visiones de Jonás siendo golpeado y de mi tendida en el suelo para el completo deleite de ese extraño aparecían en mis ojos ciegos causándome aún más estupor.

Temía, quería gritar con todas mis fuerzas y ordenar a todo el mundo que se pusiese alerta, pero de mi ni siquiera salió un sonido ronco. Al igual que ese extraño, mis pies estaban anclados al suelo y no parecía poder moverme por más que pusiese toda mi voluntad en ello.

Me debo haber quedado en aquella pose unos veinte minutos, en ningún momento aparté la vista y, para mi desgracia, vi mucho más de lo que mi corazón solitario aguantaba. ¡Qué tan errada podía estar! Sí hubiera comprendido en ese momento lo que estaba presenciando quizás hoy, justamente en este momento, mi realidad sería muy distinta y no sería presa de esta locura que estoy viviendo, pero no supe leer aquello que el destino disponía casi delante de mi cara.

Ese malhechor, ese sátiro, ese maldito hombre, bien el alba empezó a alumbrar con su claridad comenzó a caminar rumbo al este haciendo que los largos cañaverales que rodeaban a Obregón taparan por completo mi vista, cubriéndolo en su huida. Dejándome allí con el corazón en la mano mientras que arrastraba sus pies.

Permanecí allí quieta, prácticamente atornillada al piso, mientras que mi sangre me pedía casi permiso para volver a circular. Me costó recuperar la compostura unos diez minutos hasta poder reaccionar. Mi idea era clara, iría al patio trasero a buscar el machete con el cual Jonás cortaba el césped y en mi camino despertaría a todo el mundo con mis alaridos de ayuda, pero mis planes fueron frustrados.

Cuando por fin pude darme vuelta la imagen de Mirtha acercándose por el pasillo hizo que me detuviese. Como habrá sido mi rostro visiblemente consternado para que aquella mujer acuda a mi ante mi primera visualización.

Apurada y tocándome las mejillas, Mirtha no tardó en cuestionar. —¿Qué te sucede, Clara? Estás pálida.

—Yo... Yo... —Tartamudeante, intenté con todas mis fuerzas sonar nítida, ya no era una niña y tenía que velar por la seguridad de mis alumnos. —Había un extraño parado en la siembra, recién se marchó.

Mostrando su preocupación, Mirtha se acercó a la ventana y sacando su cabeza por el marco miró a cada costado de Obregón para confirmar que allí no hubiese nadie. Cuando su suspiro me llegó a los oídos pude comprobar que no había notado nada fuera de lugar, rápidamente volvió a dirigirme la palabra. —Cuéntemelo todo, señorita.

Me encomendé a Dios, aún no me calmaba, estaba sin aliento.—Me levanté temprano y cuando vine aquí lo vi a través de la ventana. Solamente estaba parado, creo que no se dio cuenta que lo estaba observando.

La señora Mirtha, ahora más cálida que lo que nunca la había notado, agarró mi mano y me guió hasta la única silla que estaba dispuesta en nuestro recibidor. Caí rendida sobre ella, todo mi cuerpo entumido comenzaba a recuperarse y la tensión pasada empezaba a cobrarme factura, me dolían los pies y la cabeza me daba vuelta. —¿Cómo era, señorita Clara?

ObregónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora