Dame tus órganos

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Años atrás, trabajé en el cementerio de la ciudad donde había vivido toda mi vida, en esa época me estaba separando de mi esposa y días después me tenía que presentar ante el juez para pelear por la custodia de mi hijo.

Por las noches, tenía que ir y venir por el cementerio, revisando las tumbas después de las visitas del día y vigilando que nadie se hubiera quedado después del horario en que cerraba.

Esa noche, vi a un anciano en cuclillas mirando una de las tumbas y me acerqué para ver qué hacía todavía allí, debía irse. El cementerio había cerrado hacía un par de horas atrás.

—Disculpe, señor —dije, evitando iluminarlo con la linterna. —El cementerio ha cerrado.

No respondió nada ni se movió para irse, al parecer no le habían importado mis palabras, seguía observando la tumba.

Parecía hipnotizado.

Un escalofrío me recorrió la espalda mientras un fuerte sonido se escuchó detrás de mí e hizo que me girara.

Sobre una rama, en un árbol a unos cinco metros de distancia, había un cuervo. Graznó un par de veces mientras batía sus alas con fuerza, haciendo que dé un paso hacia atrás, asustado.

Segundos después, salió volando, perdiéndose en la noche llena de estrellas brillantes.

Busqué al hombre con la mirada para ver si el cuervo le había provocado un susto como a mí, pero ya no estaba.

Me alejé de allí, caminé por el cementerio hasta que escuché unos pasos suaves detrás de mí,  tan suaves y lentos que parecían inexistentes.

Miré sobre mi hombro y vi una figura alta y femenina vestidas de blanco, observándome desde la distancia.

Susurró tan bajo que me recorrió un escalofrío.

—Dame... tus... —su cabello completamente rojo, tapaba su rostro. —órganos. 

Me sorprendí por lo que dijo, no comprendía qué quería decir.

Entonces, levantó más su rostro y vi sus dientes, eran tan largos y afilados como navajas, brillaban por la luz de la luna, su nariz era inexistente y sus ojos eran oscuras cuencas vacías.

—¡Dame tus órganos! —gritó abruptamente.

Corrí lo más rápido que pude entre las tumbas, escuchando sus fuertes y desenfrenados gritos que repetían la misma oración.

Dame tus órganos.

Al intentar salir del cementerio por el portón de entrada y salida, busqué la llave de la cerradura en mi bolsillo, pero no estaba. La había perdido al huir de la mujer fantasma que me seguía entre gritos que me helaron la sangre en las venas. Tomé un desvío hacia la derecha, entre árboles y tumbas hasta llegar a la casa abandonada que una vez fue el hogar de una mujer que tacharon de bruja.

Cuando llegué allí, entré con rapidez y cerré la puerta.

Encendí la luz, y fue cuando pude ver por todo el suelo miles de cadáveres esparcidos y abiertos por la mitad, sin sus órganos dentro y algunos de ellos por el suelo, masticados.

—Dame tus órganos —escuché a mi espalda antes de perder la conciencia.

Relatos de terror y suspenso ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora