Día 20

44 19 11
                                    


Carlos

Desde la última tormenta, a pesar de estar entrando en diciembre, los días habían estado llenos de sol. Fuera y dentro de estas cuatro paredes. Aunque hoy, de forma contradictoria, yo sentía el aire pesado, como gris, como si le faltara algo de oxígeno.

Escuché a Alexa entrar en la habitación mientras doblaba mi escaso equipaje.

–Aquí tienes –me tendió un par de camisetas–. Ropa decentemente lavada.

Sonreí recordando ese día, el de la ropa y el de la fiesta. Parecía que había pasado una eternidad. Volví a mi tarea de llenar mi mochila mientras ella solo miraba de lejos, sentada en la cama, en silencio. Yo tampoco quería hablar demasiado hoy, y lo más probable es que el motivo fuera no saber que decir.

Puede que sea mi impresión, pero juraría que antes había más espacio en los bolsillos, a pesar de contener lo mismo. Curioso, pero la única explicación que me complace es decir que volveré a mi hogar con una mochila repleta de recuerdos.

La noche anterior.

–Ya casi llegas –susurré–, ¿confías en mí?

–Por supuesto que no, por eso estoy dejando que me guíes con los ojos cerrados a doce pisos de altura.

–Cuando estás nerviosa hablas de más.

Sacó la lengua en un gesto infantil, a la vez que el viento le alborotaba el pelo. Mi vista alternaba su rostro y mi espalda, mientras yo daba pasos hacia atrás, ella avanzaba hacia adelante, pero ambos nos dirigíamos al mismo destino. A pesar de esforzarse por disimular su miedo, sus manos sudorosas apretaban fuertemente las mías.

–Cómo me estés llevando al borde del precipicio… –dejó abierta la amenaza.

–No te estoy llevando…

–Más te vale.

–…ya estás en él.

Sus ojos se abrieron de golpe, chocando por un instante con los míos, pero en unos segundos el verde de sus pupilas se desvió al horizonte cercano. Su agarre se apretó aún más, y a pesar de que mi intención era ayudarla, aceptaría que en cualquier momento saliera corriendo.

Su mirada cargada de miedo y expectación se perdió en la esquina de la azotea, a tres pasos de nosotros.

–Mira a dónde has llegado –hablé para distraerla–. No me puedes negar que irte a vivir sola con diecinueve años da más vértigo que esto, el futuro en sí da más vértigo que cualquier cosa –se relamió los labios, resecos a mi vista–. Te quedas despierta hasta tarde, para nunca mejor dicho, tener las cuentas al día. No dependes de nadie económica ni emocionalmente, y créeme, eso es lo más atractivo que puede tener una persona. Mira todo lo que has logrado, piensa en eso un momento, y en todo lo que te falta por lograr…

–También tengo una motocicleta –habló por fin, todavía asustada.

–Sí, lo sé –solté un suspiro de alivio, sonriendo–. Y un molesto ratón.

–Hámster –lanzó una rápida mirada hacia mí, para volver a clavarla en la azotea, como si la esquina se fuera a acercar a sus pies si no la vigilara.

–¿Estás bien? –inquirí.

–No es tan malo como imaginé.

–Entonces nos acercamos más…

–¡No!

–¡Era broma, era broma! –me apresuré a decir ante su mirada asesina.

Me lanzó un par de maldiciones antes de dejarse caer en el suelo, o mejor dicho, en el techo, junto conmigo. Su mirada seguía perdida en los edificios iluminados a lo lejos, y juraría que estaba intentando ver más allá, donde el sol ya se había ocultado y solo quedaban trozos de cielo parcialmente naranjas. Sobre nuestras cabeza ya era de noche, ya era gris, incluso había comenzado a aparecer la luna detrás de nuestras cabezas.

Entre cuatro paredes. ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora