Huyamos

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Estaba parada en el balcón apreciando el cielo, el viento que golpeaba sus oscuros cabellos le brindaba una extraña sensación de libertad que no había sentido jamás y que probablemente después de esa tarde nunca volvería a tener.
Anya estaba impresionada por la manera en la que el reino estaba feliz por su boda, ella estaba sintiendo todo menos aquella alegría fingida ante los demás.
Desde muy pequeña sabía que su deber como princesa era casarse con alguien de su clase cuando cumpliera 18 y luego convertirse en reina para suplir a su padre, también estaba consiente de que esa unión podía ser más por conveniencia que por amor y realmente no le importaba hasta que conoció al hechicero que le robó el corazón.

—Tengo que hacerlo—. Se repitió a si misma para tratar de convencerse.

El príncipe con el que se había comprometido no era una mala persona, de hecho era amable y caballeroso además de tener la educación correcta para dirigir un reino a su lado, el problema es que no era su Hisirdoux.
Amaba a su reino y estaba emocionada por algún día ser la cabeza y ayudar a los pobladores, estaba segura de si misma y su capacidad para gobernar; pero odiaba que tuviera que contraer matrimonio para reclamar la corona.
Creía que era algo estúpido que por ser mujer solo pudiera ser nombrada reina si tenía un esposo, era una tontería puesto que ella podía hacerlo sin necesidad de un hombre a su lado.

—Soy Anya Fletcher y soy la heredera al trono, mi deber...—. Pronunció con la frente en alto pero algunas lágrimas cayeron por su rostro. Caminó firmemente hasta el interior de sus aposentos mientras las limpiaba. —Mi deber es caminar al altar...—.

Ella era una reina sin corona, sabía pelear como un caballero (aunque el rey no sabía eso), era inteligente, ambiciosa y amable; no iba a permitir que decidieran sobre su futuro y mucho menos que siguieran con esas estúpidas costumbres de rebajar a una mujer sin marido y seguir etiquetando a la gente en clases sociales.
Anya estaba segura que Hisirdoux estaría a las afueras del castillo presenciando la boda con la esperanza de que algo inimaginable pasara y ella pudiera ser libre con él.
Douxie, como solía llamarle de cariño, era el aprendiz de Merlin que partió de un reino vecino después de la famosa batalla de Muertenfrente, llegó hasta aquel pueblo en busca de una nueva vida y el destino los unió.

—No soy una princesa en apuros—. Apretó los puños con coraje y se acomodó el voluminoso, pesado y lujoso vestido blanco con el que pasaría a la historia.

Escuchó a alguien tocar la puerta y se encontró con su abuela paterna que le entregó un gran ramo de flores blancas mientras le decía lo bella que estaba y le repetía una y otra vez el protocolo. Ella ni siquiera la escuchó.
Los pasos resonaban en todo el camino a la capilla y en lo único que rogaba era ver a Douxie y huir.
No estaba lista para una boda, tenía 18 y quería disfrutar de su juventud o al menos guiar a su reino sin tener que estar casada.
Lo quería a él.

—¡Princesa Anya! ¡Felicidades princesa!—. Percibió a todos los pobladores gritar desde la distancia.

Lo buscó con la mirada pero no lo encontró en ningún lado y eso le dolió mucho más.
Ahí estaba, en el palacio y a unos metros de ella estaba aquel príncipe encantador que jamás podría amar, no de la manera en que amaba al mago.

—Estamos aquí para unir en sagrado matrimonio a los futuros reyes—. Sintió que el mundo se movía y las palabras del padre sonaban cada vez más lejanas.

—Su majestad, ¿se encuentra bien?—. Sintió la mano del principe sobre la suya, quizás se notaba demasiado que ella no lo estaba pero fue lo que menos le importó.

¿Su majestad? Su futuro esposo, padre de sus hijos y su mano derecha la llamaba así. Prefería mil veces el dulce “Ann" que salía de la boca de Douxie cada vez que la llamaba.
No sabía si era el peinado que a apresar de ser precioso era incómodo, la tiara brillante o las joyas que la hacían sentir pesada.

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