Capítulo 2

159 33 16
                                    


—Buenos días, Sirenita —me saluda James cuando me ve aparecer para desayunar. Me ha llamado así desde que Dana le contó que trabajo para mi amor platónico.

—Deja de decirle así —lo reprende nuestra compañera de apartamento desde detrás de su taza; después me saluda—. Buenos días.

—¿Por qué no puedo llamarla así? —protesta el otro—. Se le parece.

—¿En qué se parece?

—Las dos viven enamoradas de alguien a cuyo mundo no pertenecen —contesta y se gana un golpe de Dana—. ¡Auch! —se queja mientras se frota el brazo.

—Eres un idiota —le recrimina.

—Pero tiene razón: no pertenezco a su mundo —lo defiendo, ganándome una mirada extrañada de la joven artista—. Siempre lo he sabido.

—Eso no quita que sigas babeando por tu jefecito —apunta James y se dedica a terminar su desayuno.

—No hay nada de malo en ello —alega Dana antes de que pueda decir algo—. Es igual a mi relación con los postres: sé que no debo tocarlos, pero eso no quiere decir que no pueda babear ante el escaparate.

La comparación me tienta de risa; también a James, que se atraganta con un pedazo de tostada.

—Mañana es mi presentación —me recuerda Dana—. Prometiste ir.

—Ahí estaré —contesto—. Pero ahora tengo que irme o llegaré tarde a la oficina.

Me levanto de la mesa y dejo al par con que comparto el apartamento terminando sus desayunos; tomo mi bolso y me voy, pensando en la suerte que tuve de que me hicieran espacio con ellos. Los alquileres en Nueva York son altísimos; habría sido imposible conseguir vivienda si no compartiera los gastos.

Antes de salir a la calle, agendo en mi teléfono la cita para no olvidarla. Dana lleva un mes recordándome —todas las mañanas— que hará su presentación como bailarina de la Escuela de Danza; no puedo faltar.

El aire matinal me da en la cara apenas traspongo la puerta principal y siento que la nariz se me congela; no debe faltar mucho para que caiga la primera nevada. Me ajusto el abrigo y apuro el paso para no perder el transporte. No puedo llegar tarde. Andrew lleva un par de días apareciendo temprano y sospecho que es a la espera de que me retrase para poder echarme la bronca; no se tomó muy bien lo de quedar en falta con lo del papeleo de la maderera y debe andar queriendo sacarse las ganas de gritarme.

—No es mi culpa que no se preocupara en leer el informe que dejé sobre su escritorio —susurro para mí mientras abordo el subterráneo—. No le pasarían esas cosas si le prestara al trabajo la misma atención que a sus amiguitas.

Recordar el desfile de mujeres que he presenciado en el mes que llevo trabajando como su asistente me punza los celos. Es una verdadera tortura comprobar —casi a diario— cuán mujeriego es Andrew Evans; en otras circunstancias renunciaría para no seguir soportándolo, pero necesito el empleo y todavía no estoy lo bastante desilusionada de él como para alejarme.


El guardia en la entrada del edificio me saluda tocando su frente y, como todas las mañanas, le devuelvo el gesto con una breve sonrisa mientras avanzo hacia el elevador. Llevo prisa por ir al baño y quiero estar en mi puesto antes de que mi jefe se haga presente; no voy a darle gusto de tener ocasión de reprenderme por cualquier nimiedad.

—Buenos días, Eva —me saluda la secretaria de Presidencia cuando nos cruzamos en el sanitario.

—Buenos días, Anne —le correspondo y me meto en uno de los cubículos. Al salir, voy directo a mi sitio y enciendo el computador.

—Necesito el informe sobre los italianos. —Escucho decir a Andrew, a quien no vi llegar por estar distraída ordenando los legajos que harán falta a lo largo del día. Tomo el que solicitó y lo sigo a su despacho.

—A las diez, tiene teleconferencia con el grupo alemán en la sala de juntas —le informo al tiempo que le entrego lo que pidió—. Doce treinta, almuerzo con el gerente del banco; a las dos...

—Suspenda cualquier cosa que tenga para después de la comida —me interrumpe—. Si necesito algo más se lo haré saber.

Aunque nuca ha sido un dechado de simpatía conmigo, el modo cortante como me habla hoy es inusual, lo que me lleva a prestar más atención a su cara; se lo ve ceñudo, como si algo lo preocupara. Eso tampoco es normal en él. Me digo que quizá ha tenido un contratiempo con alguna de las fulanas que frecuenta; no puedo evitar sentirme feliz ante esa posibilidad.

—¿Qué hace parada ahí todavía? —inquiere al ver que no me he movido. De inmediato, regreso a mi lugar en silencio.

—Si no fuera porque la paga es tan buena, lo mandaría a que le aguante la histeria su madre —mascullo bajito, atenta a que nadie me oiga. A veces me enfada, tanto como me enamora.

Meneo la cabeza para despejarla de la cuestión con mi jefe y me ocupo de mis obligaciones. Andrew sale de su despacho con el tiempo justo para asistir a la teleconferencia y después se va a almorzar con el del banco; no regresa. Paso el resto de la tarde ordenando lo que se necesitará en el viaje a Italia y me voy a casa.


El olor a hamburguesas cocinándose hace que mi estómago gruña en cuanto entro al apartamento. Otra vez, James está martirizando a la pobre Dana, que lleva una dieta estricta por imposición de su instructor de danza; parece que las bailarinas no pueden excederse de determinado peso.

—Un día de estos voy a echarte a la calle —amenaza al cocinero mientras prepara su ensalada. Sonrío, aunque en el fondo siento algo de pena por ella.

—¡Ánimo! La presentación es mañana —le aliento—. Ya después podrás descarriarte un poquito.

Me dedica un gesto inconforme y se va con su cena a la mesa, desde donde mira con rabia a nuestro compañero. Me acerco a James y lo reprendo por lo bajo.

—No está bien que hagas estas cosas; sabes que se ha esforzado mucho para tener un lugar en el espectáculo de mañana. Debemos apoyarla.

Cenamos en un clima tenso, provocado por la escasa empatía de James y los nervios de Dana, lógicos ante la inminencia de su gran momento. Yo tampoco llevo muy bien el hecho de que el fin de semana está tan próximo y que viajaré a otro país con el hombre de mis sueños.

El frío que pesqué de regreso a casa me tiene incómoda; espero no estar enfermándome. Ni siquiera el baño caliente me ha quitado esa sensación extraña que me pesa en el cuerpo. Ojalá que las horas en la cama lo consigan; no quiero perder la oportunidad de pasar una semana completa en compañía de Andrew, aún si su humor continúa tan avinagrado como el de hoy.

El infierno de EvaWhere stories live. Discover now