Capítulo 3

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El «la veo mañana en el aeropuerto» con que se despidió Andrew al final de la jornada me llenó de ilusión, a pesar del tono frío con que lo pronunció. Todo el día estuvo distante; más de lo normal. Me quedé convencida de que, cualquiera sea el problema que lo tiene de tan mal humor, debe ser lo bastante serio como para que este perdure por más de dos días.

—Será mejor que me apure —murmuro para mí—. Dana va a matarme si llego a la presentación cuando ya todo haya terminado.

Cuando entro al departamento me recibe el mal gesto de James, que me ha estado esperando para ir juntos. Se queja porque no conseguiremos taxi a estas horas y lo animo contándole que dejé uno reservado desde temprano para que pase por nosotros. Lo encontramos esperándonos en la puerta del edificio diez minutos después, luego de cambiar mi uniforme por un vestido apropiado para el evento.

—Ojalá que todo vaya bien esta noche —desea en cuanto el auto se pone en movimiento. Lo noto nervioso; supongo que le preocupa tener a nuestra compañera lamentándose por los rincones toda una semana si las cosas no resultan como espera.

Dana y James son los que más tiempo pasan en el apartamento; ella sale solo para sus clases de danza y él vive encerrado en el cuartito que adoptó como estudio, donde gasta horas sobre el computador haciendo sus cosas de programador. Es lógico que le preocupe más que a mí lo que suceda con nuestra querida bailarina; apenas comparto con ellos desayunos, cenas y los fines de semana.

Para fortuna del moreno, todo sale de maravillas. Dana está eufórica cuando se reúne con nosotros en la entrada del teatro; no puede estarse quieta ni parar de hablar sobre lo que pasó en el escenario. Me siento feliz por ella; es una buena persona y se ha esforzado mucho por conseguir un lugar propio en la compañía de baile de la Escuela.

—Hay que ir a festejar —propone James, a lo que Dana se suma sin dudarlo ni un segundo. Espero que esto no demore mucho; aún debo terminar de preparar mi equipaje para mañana.


Llegamos al apartamento alrededor de las once; me siento agotada y aquella sensación de estar a punto de enfermarme no me ha abandonado. A pesar de eso, me aboco a la tarea de ordenar lo que voy a llevar a Italia.

—Este vestido puede servirte —dice Dana desde la puerta de mi habitación.

—Gracias, pero no creo que me haga falta —contesto tras echarle una breve mirada a lo que me ofrece—. Voy a trabajar, ¿recuerdas? Dudo que se me presente ocasión de usar algo tan delicado.

—Llévalo igual —insiste y viene a ponerlo sobre la maleta, que tengo abierta encima de la cama—. Es mejor llevarlo y no usarlo que necesitarlo y no tenerlo.

—Gracias —repito, aceptando el préstamo.

—Para eso estamos las amigas —responde y me da un corto abrazo. Gira para salir, pero se vuelve a decir una última cosa antes de hacerlo—. También deberías llevarte alguno de mis camisones. No vas a conquistar a tu jefecito con esos horribles pijamas que usas.

Le aviento la almohada y se suelta a carcajearse; después me deja sola para que termine de empacar. Acomodo el vestido que me dio y cierro la maleta; la dejo junto a la puerta y me acuesto. Mañana me espera un largo día y necesito estar descansada.


Los nervios me han tenido a mal traer desde que desperté; pero ahora, de camino al aeropuerto, la piedra en la boca de mi estómago parece pesar más y más conforme me acerco a destino. Es mi primer viaje a Europa y, como si eso no fuera suficiente para tener la ansiedad al límite, lo haré en compañía de mi amor platónico.

«Esto es demasiado bueno para ser cierto... —pienso mientras avanzo hacia el sector de embarques para checar mi boleto—. Solo espero que las cosas resulten como deben y que no me mande ninguna metida de pata. No será nada bonito quedar desempleada, en un país desconocido».

Hago los trámites necesarios antes de abordar y voy a sentarme, a la espera de que mi jefe aparezca.

—¡Wells! —Lo escucho llamarme cuando llevo unos diez minutos aguardando. Me pongo de pie para ir a su encuentro y, cuando elevo la mirada hacia él, siento que el corazón me da un salto dentro del pecho.

Su estilo informal me deja sin aliento; luce más atractivo de lo que suele verse con los trajes que usa para ir a la oficina y el cabello, peinado como al descuido, le da un aire de chico rebelde que se me hace irresistible. Va a estar muy complicado disimular que me trae el mundo de cabeza.

—¿Lista para irnos? —pregunta y asiento—. Perfecto.

Se oye el anuncio para el embarque de nuestro vuelo. Pone una mano en mi espalda para indicarme que avance delante de él y las piernas me flaquean; es la primera vez que se da un contacto físico entre nosotros y eso me turba de una manera pavorosa. Me pone roja la sola idea de que Andrew pueda haberse dado cuenta y dirijo la mirada al frente para ocultarle mi cara.

Eso de disimular cuánto me gusta, no ha comenzado muy bien. Me asusta la idea de las más de ocho horas que pasaré sentada a su lado hasta nuestro arribo a Italia. Espero ser capaz de mantener a raya a mis tontas emociones.

Como el caballero que es, me cede el asiento junto a la ventanilla. Me alegra que no sea una de esas desde las que se ven las turbinas; me pasaría el vuelo entero pendiente de que funcionen con normalidad. Los aviones no me parecen muy confiables.

—¿Primera vez que vuela? —indaga; noto cierto aire divertido en su voz. Niego con un movimiento de cabeza, incapaz de hablar mientras el aparato carretea para el despegue.

—Odio volar —comento una vez la aeronave completa el ascenso. Disimula muy mal una sonrisita, que expresa el velado ya veo que no se atreve a dedicarme.

—Lo peor ya pasó —asegura, casi risueño—. Aproveche a dormir; no tendremos muchas horas para hacerlo cuando lleguemos —agrega, refiriéndose a la diferencia horaria entre Nueva York y Roma. Se acomoda en una posición relajada y cierra los ojos, siguiendo el consejo que acaba de darme.

Después de varios minutos de observar por la ventanilla, vuelvo la mirada hacia él. Contengo un suspiro al apreciar lo magnífico que se ve, por si acaso estuviera despierto todavía; no voy a exponerme a que me sorprenda y se produzca una situación incómoda. Sin embargo, los pocos segundos que dedico a regodear la vista son suficientes para hacerme recordar cómo fue que conocí a este hombre.

Apenas venía iniciando la carrera cuando él ya estaba a punto de obtener el título de Licenciado en Gestión Empresarial. Fue un flechazo a primera vista. Mejor dicho: a primer tropezón. Iba tras un profesor, tratando de darle alcance para entregar el trabajo que debía corregirme y que olvidó sobre el escritorio al salir del aula, cuando el apuesto Andrew Evans se atravesó en mi camino. Me quitó el aliento apenas encontré esos ojos tan profundos y azules, lo que evitó que le soltara un par de insultos por causar el accidente. Desde ese día, me esforzaba por ser de los primeros en salir al final de la clase, solo para poder verlo desde lejos.

«Me enamoré de un imposible», pienso, enderezándome en la butaca para tratar de dormir también. 

El infierno de EvaWhere stories live. Discover now