Lección dos

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«No lo olvides Eliza, las diferencias son virtudes que caracterizan a todos los individuos, no hay porqué guardarlas o disfrazarlas» —. Las palabras de mi madre se abrieron paso por mi mente, disipando la neblina de desconfianza que se había creado allí —. «Si todos fuésemos iguales e hiciéramos las mismas cosas la vida se volvería monótona y no tendría mucho sentido. Haz caso a tu instinto, que siempre sabrá a dónde y por dónde llevarte» —. Si debo ser sincera, extrañaba el calor materno en estos momentos; intercambiar miradas con ella de complicidad o de fascinación mientras que sus manos juegan con las mías era de las cosas que más anhelaba recuperar, o ver como su expresión podía mantenerse transparente, pero contenía una ferocidad y una astucia en su mirar.

Mi madre nunca fue de esas mujeres coquetas que ven a un hombre y le hacen ojitos risueños, sino que se mantenía erguida y continuaba su camino, sin voltear. Solía decir que "una mujer deja de serlo al momento del matrimonio", esa era una de las primeras enseñanzas que me dejó. Según ella, luego del casamiento, nos volvemos un adorno, una herramienta que sólo el hombre puede usar, ni siquiera nosotras somos dignas de "usarnos". Desde pequeña he crecido con esas enseñanzas revolucionarias; eso era lo que me hacía diferente al resto, y lo agradecía.

¿Crecer para contentar a un hombre? No lo veo lógico ni ético.

¿Casarme? ¿Para qué? No lo necesito. Aunque es cierto que una mujer soltera no es muy respetada por la sociedad, además que levanta sospecha, pero según mi madre, tampoco lo eran las casadas. No quiero casarme porqué eso ayudará a mi reproducción o porqué me ayudará económicamente, si algún día lo hago, quiero que sea por decisión mía y no por una imposición externa.

Una vez cruzada la escalera hago una rotación con los hombros, primero hacia adelante y luego hacia atrás, relajando mis músculos. Acomodo mi cabello y procedo a golpear con suavidad la puerta.

Un silencio sepulcral.

Todo en ese instante se sentía como si me encontrara al filo de la navaja, al borde del acantilado, en el fin del mundo, en donde encallan los barcos, en el inframundo.

Probablemente para varios esa era sólo una casa más, con una puerta ordinaria y personas totalmente insignificantes, pero para mí eso reflejaba mi futuro; un lugar en donde me adoctrinarían y me harían portarme con una señorita, me volverían una más del montón, una mujer aburrida y de aspiraciones perdidas, o con aspiraciones ajenas que se me iban a infligir. Eso asustaba, logrando que mi tobillos temblaran y que los cabellos de mi nuca se erizaran.

Mis manos sudaban y no sabía dónde meterlas. Acomodo mi chalina y ajusto un poco más mi moño para que no luciera desprolijo o vulgar. Un par de risas se oyen detrás de la puerta, las cuales sólo lograban ponerme más incómoda y fuera de sitio.

—Lo sé Miriam, son cosas tan modernas para mí también —. Una voz serena se oía a medida que, de a poco, la puerta se abría —. Son pensamientos tan revolucionarios, son utópicos aún y dudo que algún momento dejen de serlo —. Se notaba la mofa en su voz, pero cuando se abre la puerta la voz se desvanece y se muestra a una mujer de cabello rubio y de rostro levemente cuadrado, con una tez rosada y unos labios pintado de manera impecable —. Uhm, ¿señorita? —. Su saludo que pasaba por pregunta sonaba comprensiva y compasiva —. ¿La puedo ayudar en algo?

—Sí... yo... am... —. Las palabras no querían salir, era como si estuvieran bajo llave. La muchacha enarca una ceja y de fondo se oye otra voz.

—Claire —. Mi tía se asoma por la puerta con una sonrisa dulce y pequeña, la cual marcaba levemente sus pómulos —. ¿Podría dejarla pasar? —pide cordialmente —. Hace demasiado frio como para que mi sobrina continúe allá afuera, además que podría pescar un resfriado.

Mi pequeña doncella, serás una gran damaWhere stories live. Discover now