Mason I

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Pilastra, Etrasia. Año 599 de la N.E.

Domingo 15 del mes once.

Cuando Mason recibió el llamado, era un jovencito más o menos de la edad en la que su hijo fue ordenado cazador. Mason en cambio era un vigía. Provenía de una familia religiosa y orgullosa de sus ancestros, quienes respetaron y siguieron a pie juntillas las enseñanzas cristianas del gran Rahvé; la fe verdadera que desafiaba y reprobaba la adoración a la triada de falsos dioses que gran parte de la humanidad reconocía como los sagrados. Su misión como vigía consistía en velar por la humanidad, esparcir la fe y hacer cumplir de manera exitosa las misiones de los cazadores.

«Obedeceré, oh, gran Señor. Y guiaré y unificaré los pueblos en tu honor».

Desde entonces esas palabras se convirtieron en su misión.

El profeta Acán lo visitó, tal y como lo había hecho con su padre y el padre de este por vastas generaciones luego de la aparición de los eternos; formando una orden ancestral cuyo único propósito era mantener la paz en la tierra exterminando a los eternos, —pues si el cielo había enviado al trío de dioses exterminadores, debía ser toda culpa de aquellos seres invasores que ocupaban cuerpos mortales que no les pertenecían—.

Así fue como llegó a Pilastra en su papel de predicador, siguiendo las órdenes de su superior Kotch, el más cercano a Dios. Sus antepasados y hermanos en la misión se habían esparcido por Etrasia y Nueva Republica hacía ya varios siglos. Sin embargo, todavía existían provincias reacias y hostiles al cambio de fe. Pilastra, Almena, Saetera, Foso y Adarve habían sido algunas de ellas. Al final, Mason habría podido anexar el pequeño pueblo de Pilastra a los cuatro distritos conformando así la «Sede de los Cinco».

Meridian e Insulen eran territorios aferrados al Sacratismo y aunque también existían misiones en aquellas tierras, la Orden debía irse con cuidado, pues se trataba de gente férrea y devota que rayaba en un fanatismo enfermo y peligroso.

Septen era tierra virgen y salvaje, una tierra sin Dios no explorada aún por la Orden.

«El ministro Mason, el hombre más amado por Pilastra, trabajador incansable en la obra del Señor».

Mientras bebía grandes sorbos de su café matutino, antes de comenzar los servicios dominicales, Mason observaba de pie una nota vieja del periódico local. Una página completa dedicada para él, enmarcada y exhibida con orgullo en la pared de la sala de su casa. No era mucho, pero sin duda fue un buen comienzo.

El amado ministro se situaba con orgullo justo a la derecha de su imponente iglesia, edificada con la asesoría del arquitecto Theodore Wisdel; una réplica fiel del templo del sabio Salomón, hecha a capricho de un rey. La nota era ya de un par de años atrás pero mucho se jactaba de haber avanzado en su obra tanto o más que sus hermanos de la Orden.

El conocimiento de la Orden del profeta Acán era aún velado y a pocos se le permitía. No era bueno que los eternos supieran quién los buscaba o en dónde perecerían. Así que Mason solo hablaba lo que era prudente y lo que su superior le indicaba.

Aun así, pertenecer a la Orden lo llenaba de orgullo y felicidad. Sabía que sin ella él no sería nada.
Hacía más de catorce años que Mason había llegado a Pilastra. Comenzó como un simple ciudadano que asistía fielmente, junto con su esposa e hijo, a los oficios entonces impartidos por el sacerdote Hafe. No pasó mucho tiempo para que Mason se hiciera notar, hablándoles de las buenas nuevas, de Rahvé, de sus antepasados. El hombre era elocuente, y su testimonio era tan fuerte que parecía que los cielos se abrían después de predicar la palabra. Poco a poco fue ganando adeptos y el corazón de la gente. La enorme iglesia del Sacerdote Hafe se fue vaciando rápidamente. Se corrió el rumor de que un verdadero profeta del único Dios verdadero había descendido a la tierra, mostrando el camino para la redención y la gloria.

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