Jan VI

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Pilastra, Etrasia. Año 599 de la N.E.

Sábado 28 del mes once.

Ahnyei no volvió a clases. La semana terminó y su asiento continuó vacío. Trató de pensar en cosas más agradables, después de todo, ¿qué más daba?, apenas y la conocía. Pero el regusto que le dejaba su recuerdo era amargo.

Su amiguito, el de las greñas azules, seguía ahí, varias veces intentó preguntarle por ella, pero el dejo de picardía que se dibujaba en su rostro cada vez que se le acercaba, lo hizo desistir.

Quizás era mejor mantener distancia y no dar paso a lo inevitable, lo que sea que esto fuera.

Debía enfocarse en otras cosas, cosas más importantes como por ejemplo el cumpleaños de Beka que ya había llegado.

—Te espero, amor —dijo melosa—. He reservado a las ocho en el Ashtell, espero que no tengas ningún inconveniente en venir.

—Es mi brazo el que está roto, no mis piernas.

Beka rio.

—Entonces, por favor llega temprano, o perderemos la reservación.

—Ahí estaré —aseguró.

Colgó el teléfono y se apresuró a tomar un baño, con agua muy caliente. Cerró los ojos mientras sentía el correr del agua bajando por sus mejillas. La sensación fue placentera hasta que el sabor le llegó a los labios y luego a su
lengua y supo que estaba tragando sal.

«Sal como las lágrimas».

Deseó regresar a aquel momento en su vida en el que era solo un niño,
donde los cazadores, los eternos, las batallas y la guerra final no existían.
Pero... ¿cuándo exactamente había sido eso?

Ya no quería echar mano de las píldoras que lo tranquilizaban, tampoco del alcohol, pero era imposible vivir sin ellos. Le generaban un grado importante de dependencia y estabilidad; aunque Jan sabía que aletargaban y afectaban de manera negativa sus sentidos de cazador.

Tomó de su minibar una de las más recientes botellas extraídas de la cantina de su padre, al fin y al cabo, Mason no las echaba de menos. Tenía suficiente alcohol como para permanecer ebrio los próximos diez años.

Sorbió grandes tragos que pronto lo hicieron sentir tranquilo. Bajó al vestíbulo sin percatarse de que su padre se encontraba ahí, sentado en su sofá predilecto, fumando uno de sus puros.

La voz grave y ronca lo interceptó antes de salir, en su regazo descansaban sus sagradas escrituras, el libro estaba abierto hacia casi el final. Llevaba su habitual traje clerical, aunque no fuera domingo, este le cubría todas las cicatrices y heridas en su cuerpo que Jan conocía a la perfección. Había curado muchas de ellas.

—¿A qué horas piensas regresar? —le preguntó sin despegar la vista de su
lectura.

Jan se sintió como un niño. Tenía veinticuatro años y aun así estaba condenado a vivir bajo la tutela de su padre, por tiempo indefinido.

—Iré con Beka. ¿Lo recuerda, padre? Es su cumpleaños.

—Oh sí... —respondió casual—. Lo recuerdo. ¿Sabes, hijo? —de pronto parecía interesado
y hasta de buen humor. Su frente descansó y las arrugas de su rostro se
suavizaron—. Espero que me ayudes a oficiar el casamiento de la hija de Statz. No olvides que será el próximo sábado.

—Claro. Estaré presente —lo había olvidado por completo.

—¡Oh! Y trae a esa novia tuya. Me agrada.

¿Le agradaba por su simplicidad? ¿Porque era buena y fácil de manipular? ¿O porque era la hija del hombre más rico de Almena? Llegado el momento, si es que llegaba, en el que se comprometiera con ella, Beka tendría que enterarse de toda la verdad y aceptarla con devoción y abnegación, tal como lo había hecho su madre Irina.

No era ningún secreto que la chica también le agradaba porque era hija del hombre con quien Mason hacía negocios jugosos.

—Claro —aseguró—. La traeré.

En ocasiones su padre le desconcertaba, tratándose de Mason, todo siempre tenía un trasfondo. Ojalá estuviera equivocado alguna vez.

—Tu mentor está próximo a venir, hijo —agregó. Jan no había querido pensar en eso, aunque sabía que también era inevitable. Le aguardaban largas jornadas de práctica en combate y resistencia física.

—Mi brazo está mejor, supongo que solo necesitaré este aparato unas pocas semanas.

—No será ningún problema, Jede sabe de tu condición. Sé que te entrenará bien.

«Qué más daba».

—Me despido entonces, padre.

Jan estaba a punto de salir cuando de imprevisto, las palabras que salieron de Mason le cayeron encima como un balde de agua fría.

—La chica... —dijo Mason y a Jan se le cayó el alma al piso—. Hay algo raro en ella. Sé que lo sabes.

—No sé de qué me habla, padre. Discúlpeme.

—La joven Wisdel, la hija de Theodore.

—¿Qué hay con ella? —Jan dirigió sus pasos hacia el viejo en su cómodo sofá.

Mason sonrió y activó el mando para subir las piernas, echó la cabeza hacia atrás y exhaló una larga bocanada de humo. Le dirigió una mirada burlona, como si supiera que cada palabra que saliera de su boca terminaría haciéndole un daño irreparable.

—Es igual a ella, ¿cierto? A la criatura de las catacumbas.

Jan se estremeció. No recordar a Nadja diariamente era una tarea titánica que él ahogaba la mayor parte de tiempo con alcohol y tranquilizantes.
No contestó, no sabía qué decir de todos modos.

—Aún no estoy del todo convencido —Mason aspiró con delicadeza el tabaco, el humo escapó de su boca junto con sus palabras—. Pero la estaré vigilando más de cerca. A ella y a su madre.

Jan asintió y salió sin decir una palabra.

—¡Salúdame a Walter! —gritó Mason con alegría.

Jan sentía que se ahogaba, cerró tras de sí la puerta. Ante él se alzaba un panorama totalmente desolador.

El día era extrañamente cálido, Jan encaminó sus pasos hasta la estación del tren, aún era temprano para llegar al restaurante. No tenía ganas de ver a Beka, mucho menos de viajar hasta Almena. Ni siquiera había recordado comprarle algo.

Recordó entonces las palabras de su amigo Hans: «Ella siempre está recluida en su casa, con su madre, o los fines de semana en su tienda en el Mercado de los Soles, es una verdadera artista».

Y fue hacia allá a donde dirigió sus pasos.

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