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La cafetería ha estado en su familia por generaciones, no es la gran cosa, Manuel ni siquiera la considera una tienda la mayoría de los días, es más un club con lo recurrentes que son los pocos clientes que tiene. La agricultura no es suficiente para sostener un pueblo hoy en día, y con la apertura de la escuela de navegación en La ruta, Taza de Té está prácticamente en el camino hacia la extinción.

Manuel también se siente en camino hacia la extinción, si es honesto, pero no es una costumbre que sus abuelos le hayan inculcado, así que trata de evitarlo.

Las mañanas en Taza de Té siempre empiezan con la neblina que les viene desde la costa, su abuela solía decir que era romántico, que ver el sol aparecer entre el blanco difuso de la humedad y el calor era parte de lo que le gustaba de despertar, pero Manuel no está de acuerdo. Es incómodo, está mojado y en general, le pone de mal humor el olor a tierra mojada, no tiene una explicación para eso, pero no la necesita ahora que está solo en la cafetería, aireando de mala gana el único salón que tiene el edificio.

Taza de Té es tan pequeño que sus pobladores pueden recorrerlo entero en un día, sin apurarse. Manuel los conoce a todos, los quiere y los odia al mismo tiempo, aunque se dice que no es verdad, que es una exageración que va a dejar de lado apenas se disipe la niebla. Su abuela decía que su abuelo era igual, que por eso le quedaba amargo el café, y no es que le crea, por supuesto que no le cree, pero es mejor no arriesgarse si él es el único que queda para atender y servir.


— ¿De nuevo mal, Manuel? —pregunta el vecino de enfrente cuando Manuel abre la puerta, lento y cuidadoso, intentando evitar que suene la campana. No funciona, pero igual lo intenta todos los días.


— ¿Mal de qué voy a estar? —resopla, empujando con el pie la pequeña publicación que llaman periódico local en Taza de Té.— Estoy bien, más que bien. Excelente. Ni te imaginas.


— ¿Ah si? —la pregunta es risueña, Martín lleva al menos dos años siendo su vecino de enfrente, y aún así, nunca ha aprendido a dejar de preguntar.— No se nota.


— Mm.


— Estás cojeando Manu —dice Martín cuando Manuel lo mira de nuevo, está apoyado en el umbral de su puerta. Se ve sano, completo, brillante. Es casi desagradable.


Manuel considera dejarlo hablando solo, pero Martín ha sido su mecánico desde que llegó a Taza de Té, y no va a ganarse un descuento peleando con él.


— Es la humedad —dice Manuel, encogiéndose de hombros sin mirarlo.— Las tuercas se sueltan. No es nada.


— ¿Seguro? Puedo revisarte si querés. No tengo citas hoy.


La marca en el borde de su abdomen arde cuando lo mira de nuevo, Manuel no cree que Martín sepa lo que le está escondiendo, pero tampoco cree que no lo sepa, más que nada porque es difícil imaginar que alguien no lo sepa a estas alturas. El otro día, Catalina y su marido le regalaron un saco entero de mandarinas para que compartiera con Martín, según ellos, así se habían conocido años atrás, y aunque ninguno tiene la marca, son felices juntos. María, que nació sin una marca, le propuso arrendarle un atuendo a mitad de precio, solo para que lo invite a salir. Lo único que falta es que Miguel publique su historia en el periódico, Manuel casi puede verlo en su cabeza: "Barista local perdidamente enamorado del nuevo mecánico de Taza de Té ¡Entérese de todo! ¡Las vecinas dicen que saltan chispas cuando se ven!"

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