22 | El día que me llamaron a la tienda

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El maldito Eloi no cumplió su promesa de no volver al área que no le correspondía.

Cuando llegué al campamento al día siguiente, bañada con cubetas de agua fría y una camiseta negra limpia, sobre mis pantalones de camuflaje falso, descubrí que dos de mis compañeras y May ya estaban desayunando, sentadas en círculo, cerca de uno de los camiones de auxilio de la Cruz Roja.

—¿Qué comes? —le pregunté a May, que se sentaba a desayunar inmediatamente después de la ducha.

—Es un desayuno nigeriano.

Fruncí el ceño.

May se había recogido el lacio cabello castaño oscuro en una coleta alta, revelando su rostro cuadrado; tenía un pedazo de pan en la mano, como de sándwich, y un té idéntico al de ayer.

—¿Y no hay para mí? —inquirí, molesta.

—Eloi dijo que no te haría té nunca más.

Aquello me indignó más.

—¿Dónde está ese idiota?

Dado que estaba masticando, May señaló algún punto indefinido más arriba en el terreno que debíamos subir, hacia los camiones y tiendas de campaña.

Seguí la dirección de sus ojos negros, a pesar de que ya estaba molesta. Había entendido que lo volvería a beber esta mañana y de pronto habían destrozado mis planes.

Aunque, más bien, en el fondo no estaba tan molesta. Supongo que, sin saberlo, quería verle otra vez, mejor que la noche anterior, cuando casi no pude apreciar nada de su cara.

—¡Eloi!

Mi voz sonó tan seca que él se dio la vuelta.

Lo había distinguido cerca del final de la fila de mujeres, hablando con una que traía un turbante de colores en la cabeza y un vestido de colores. Ignoré a la chica y me acerqué directamente a él, porque ella no era el problema.

—¿Qué demonios crees que estás haciendo en el área de mujeres? —espeté, furiosa.

Él se dio la vuelta hacia mí.

Tenía el cabello más oscuro que su piel, cortísimo, y probablemente rizadísimo, aunque desde donde yo alcanzaba a ver, se le acomodaba perfectamente a la cabeza; entrecerró los grandes ojos, oscuros.

Se cruzó de brazos y me di cuenta de que, aunque estaba desnutrido, no estaba precisamente escuálido. El nigeriano podría romperme tres costillas con un solo dedo.

Pero no me intimidaba porque había vivido con un hombre alto toda mi vida.

—¿Qué haces hablando con un hombre?

—No cambies el tema. Estamos en época de supervivencia, no de buscar esposa.

Y él se cruzó de brazos.

—Tienes más fe que yo en que encuentre una.

—Cualquiera se casa hoy en día.

Abrió los ojos.

—¿Qué estás insinuando? Dudo mucho que tú te cases.

—Para tu información, dejé plantado al novio en el altar.

—Tuvo suerte.

Apreté los puños con rabia.

—Te juro que todos sabrán el tipo de persona que eres y no te casarás en tu vida.

Eloi arqueó las gruesas cejas.

—¿Eso arreglaría tus problemas de ira?

—No, pero si arruina tu línea sanguínea... 

𝐋𝐨𝐬 𝐝í𝐚𝐬 𝐝𝐞 𝐀𝐧𝐣𝐚Donde viven las historias. Descúbrelo ahora