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    Ricardo solo pudo observar el fondo de esa pequeña taza blanca como para verificar si las palabras del tipo eran reales. La vio como se ve una pintura abstracta o una ilusión óptica, intentado buscarle respuesta a porque, en un sentido común, había estado tomando líquidos imaginarios cuando resultaba más sencillo simplemente haberla soltado y dejarla en la mesa. La vergüenza seguía rondando por todo su cuerpo, más por la espalda y el pecho, mientras su vista se poso en el hombre que se había dado cuenta de aquel detalle tan obvio, a quien ya le habían traído sus dos panes de atún y los comía ya sin la más mínima atención a Ricardo. Sin duda, el recuerdo de haber sido captado como un chismoso en el acto se quedaría en su mente y lo recordaría en los momentos más inoportunos...

- Disculpe, joven, ¿Es usted Ricardo Nieves?

    Ricardo subió la cabeza y vio al otro lado de la mesa un hombre vestido de traje, gordo, de pie frente a él cargando una cartera de mano. Parecía haber salido de un horno. Estaba notablemente sudado y agitado, como si hubiese estado corriendo un kilometro desde su casa hasta el restaurante. Ricardo, en cuanto lo vio y escucho, sabía perfectamente quien era ese sujeto, su voz ni muy grave ni muy aguda era inconfundible, y cuando lo pudo apreciar con mejor detalle, su breve nerviosismo por la entrevista fue transfigurado por una extraña sorpresa y desconcierto. No esperaba que esa fuese la imagen de su entrevistador. Por un momento, uno que quedo suspendido en su mente como la corta vida de una chispa, se pregunto si valía la pena trabajar en aquella revista... teniendo, como representantes, personas como ese hombre, que esperaba ansiosamente una respuesta afirmativa por parte de Ricardo, con el miedo de haberlo confundido con otro muchacho veinteañero.

- Sí, soy yo –dijo, intentando ocultar su turbación lo mejor que podía.

    El hombre se sentó, aliviado, sacó un enorme pañuelo del bolsillo de su pantalón y empezó a secarse el sudor de la frente mientras hablaba.

- Sinceramente te pido disculpas, muchacho, por presentarme así. El metro, aun en la mañana, sigue siendo un martirio. No importa a qué horas te despiertes, incluso si madrugas, el maldito metro siempre estará lleno. Y para rematar esa desgracia, ni un solo vagón tenía aire acondicionado –posteriormente, le tendió su mano húmeda y este la intento tomar sin asco-. Creo que en ningún momento nos presentamos como debió ser. Mi nombre es Marcel.

- Un gusto, señor, y no se preocupe –dijo Ricardo, con una sonrisa deliberada- a todo el mundo le sucede eso.

- Bueno, bueno, déjeme respirar un poco más y luego vamos a lo que vinimos, ¿Quieres algo, por cierto?

- No, descuide, yo ya me tome un...

   En eso, la mesera, Lena, se dirigía a hacia ellos dos con una nueva tasa de café más grande que la de antes con un platillo debajo de ella. La puso a un lado de Ricardo llevándose la que estaba vacía y estaba dispuesta a irse sin siquiera decir nada.

- Eh, disculpe –comenzó a decir Ricardo, confundido- yo no pedí más café.

    En eso, la mesera volteo sobre sus talones con una sonrisa divertida, y dijo:

- El señor de allí –señalo con un dedo al barbón que seguía comiendo unos de sus panes- se lo brindo a usted... no me pregunte por qué.

    Este, por otro lado, simplemente vio de reojo a Ricardo y le guiño un ojo al mismo tiempo que hacía un ademán con la mano.

- De nada –dijo, después de tragar.

    Ricardo se quedo con la boca entreabierta, lo suficiente como para que alguien pudiera meter el dedo allí dentro o que una mosca pudiera colarse por esos lugares. Lo único que lo saco de su repentino embobamiento fue la voz de Marcel, preguntándole en un cuchicheo:

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