Miriel

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Desde que era muy pequeño siempre quería estar con sus padres, jugar con ellos y abrazarlos, ser como los demás niños del castillo, pero ellos no estaban, pues sus estatuas descansaban en el Santuario, el lugar mas sagrado para su familia, el lugar donde cada Whitewood que había existido descansaba, incluso el fundador de su familia, aquel que no se llamaba Whitewood al nacer, pero que tomo el nombre al morir. 

Cada vez que algo pasaba, bueno o malo, acudía al santuario, donde sus padres, tallados en piedra lo observaban, sus estatuas mas juntas que las demás, su madre, fue la primer mujer que no pertenecía a la familia en ser enterrada allí, con sus flores favoritas decorando siempre su tumba. Siempre les llevaba algo, comida, piedras, juguetes o flores, le gustaba pensar que sonreían y que lo escuchaban. Pero con el tiempo la fantasía se fue perdiendo, al mismo tiempo que se convertía en un hombre y perdía su inocencia, perdió también ese sentimiento de que sus padre podían oírlo y las visitas se volvieron un ritual por el cual simplemente veía el rostro de sus padres para no olvidarlos, a pesar de que nunca había visto a su padre con vida, veía en la piedra a un hombre idéntico a el, con una expresión tan viva que parecía que en cualquier momento pudiera despertarse y que la piedra podría convertirse en carne.

Su madre por otro lado, si la había visto, al menos los primeros años de su infancia la había tenido, aunque por lo que le contaban, no era ni la sombra de la mujer que fue antes de que su padre cayera en la guerra, sonreía solo para su hijo, reía solo para su hijo y incluso cuando ya era mayor las mujeres que la cuidaban le dijeron que solo comía cuando Andros la observaba igual que con su medicina.

Mientras recordaba todo esto, pues cada paso que daba lo acercaba cada vez mas y mas a su hogar, el lugar donde nació, el lugar donde creció, donde aprendió a usar la espada, donde se convirtió en hombre, donde conoció a sus hermanos, donde lloro las muertes de quienes amaba, donde se enamoro dos veces, donde estaban sus padres y donde ahora también había una tumba vacía con su nombre y una estatua, otro Andros esperándolo, se preguntaba como se vería el árbol de los Whitewood sin un cuerpo enterrado debajo y se preguntaba como se sentiría verse a si mismo como siempre había visto a su padre y a su madre.

Los hombres que marchaban a su alrededor eran hombres que habían luchado con el durante la guerra, muchos eran mercenarios de Malco, hombres que incluso habían estado presentes en la batalla del Fuerte Moon hace ya varios años, eran veteranos temibles, otros eran de Las Diez Forjas y la mayoría eran caballeros del principado, los que se habían arrodillado ante el y entregado sus espadas jurando dar su vida por Andros, por su esposa y por todos sus hijos. Pero ninguno era de su antigua guardia personal, los veinte hombres que lo habían acompañado la primera vez a Nirde, todos habían muerto, todos excepto Ambras, era el único amigo que le quedaba de aquellos días de infancia en los que entrenaban con espadas de madera bajo la atenta vigilancia del viejo Marcus.

Cuando abandonaron el gran camino y se internaron en los viejos caminos del norte, no aptos para el movimiento tan masivo que llevaban de tropas, carros y monturas, empezó a sentirse en casa, las tierras de su familia se extendían en todas las direcciones, la tierra por la que habían luchado y muerto por siglos. Pero ahora, incluso con una guerra recién terminada, por primera vez, se veía paz en esas tierras en las que ningún aldeano podría vivir en paz, siempre bajo las amenazas de saqueos o de que el invierno se adelantara para arruinar las cosechas antes de que fueran levantadas, pero las gentes del norte trabajaban la tierra ahora que la nieve comenzaba a derretirse y lo hacían por primera vez sin miedo, al ver pasar a su ejercito detenían el trabajo para dedicar reverencias o alzar sus herramientas o puños, siempre gritando lo mismo.

- ¡Whitewood!¡Whitewood!¡Whitewood!.

Andros desenvaino la espada, la misma que había sido de su padre y de los mejores Whitewood del pasado y la alzo en respuesta. Los hombres de su ejercito empezaron a cantar, la canción que siempre cantaban cuando volvían a casa, una melodía triste, pues si bien volver era bueno, no todos lo hacían, pues miles habían muerto a lo largo de la guerra, hombres que no volverían a ver a sus esposas, que no verían crecer a sus hijos y que habían muerto lejos de su tierra.

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