Capítulo 11

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La luz nocturna que entra por un costado de la ventana ilumina un cuarto de la cama. Ese costado que está vacío y que Peter usa para acomodar las manos. A veces lo mira con dudas, otras veces con añoranza y otras veces con melancolía. La melancolía de los treinta. La de seguir viviendo solo y preguntarse si algún día alguien va a ocupar ese espacio más de dos semanas sin decirle que no es necesario seguir viéndose. La melancolía de la soledad que siempre es necesaria, pero en algunos casos puede llegar a doler. Y no es que a él le duela, pero a veces le pica en la piel. Pero también lo mira porque tiene insomnio. Porque volvió de trabajar a las dos de la madrugada después de haberse levantado a las seis de la mañana y de no haber tenido tiempo ni para echarse una siesta en el sillón de la oficina. Cenó en un carrito de la Costanera mirando a una pareja que tenían su primera cita y se besaban arrinconados contra la baranda que da al río. Y él sosteniendo un pancho con ketchup y papas. Después subió los doce pisos en ascensor, aunque antes le ofreció ayuda a una mujer que se había perdido en el estacionamiento y no encontraba la torre cinco. Y su nivel de bondad a veces es tal que después se arrepiente, como cuando la misma le preguntó si podía acompañarla hasta el piso cuarenta y seis porque le daba pánico el silencio total del edificio. Y recién cuando pudo regresar al suyo, se chocó de nuevo con la soledad. Primero con el hambre porque un pancho no puede llenar un estómago, y después sí con el silencio y la soledad. Con la noche dibujando ases en el suelo del living y las ventanas iluminadas de los edificios de enfrente que le mostraba parejas o familias ensambladas. Y eso le hizo recordar lo que le dijiste la última vez porque, a pesar de sentirse cómodo fumando un cigarrillo en su balcón vestido con un calzón y ojotas, él también tiene una personalidad cliché.

Lo malo del insomnio ―además del insomnio en sí mismo― es que cuando logras conciliar el sueño, después de una horda de pensamientos que fueron y vinieron treinta veces, ya es demasiado tarde porque empieza a amanecer, o faltan pocas horas para, o te tocan el timbre con la lógica de que tendrías que estar calentando el baño para la ducha previa a salir a trabajar.

―¿Quién es?

―¡Yo! ―Chino habla desde el otro lado y Peter abre la puerta tras un bostezo―. ¿Cómo andás? ―él ya está cambiado con camisa, pantalón y zapatos. Los anteojos negros le cuelgan del cuello abierto de la camisa y en los bolsillos del pantalón tiene el celular y el handy―. ¿Por qué seguís en calzones?

―Porque estaba durmiendo. ¿Qué hora es?

―Cinco y media.

―¿Y qué hacés a las cinco y media en mi casa, Chino? ―se queja porque tiene sueño y también porque está enojado por no haberse podido dormir antes.

―Necesito contarte algo. Me mandé una cagada ―queda tieso en el medio del living y lo mira panicoso. Peter cierra la puerta despacio, vuelve a bostezar, se sacude el pelo y espera.

―Podés empezar a hablar, eh ―le pide ante su silencio que dura más de un minuto.

―Ah, pensé que estabas por hacer algún ritual. Te quedaste muy quieto. Bueno... ―cierra los ojos y exhala―. Anoche no dormí en casa.

―¿Cómo?

―Viste que todos los miércoles me junto con los pibes a jugar a la pelota. Bueno, después fuimos a comer, después fuimos a apostar...

―Chino... ―lo interrumpe porque sabe cómo continúa la historia.

―Ya sé ―pero él se compunge y se sienta en un sillón individual―. Jugamos, apostamos... un montón. Y cuando me quise acordar eran las cuatro de la mañana, no le respondí ningún mensaje a Úrsula y tengo miedo de entrar a casa porque lo único que imagino es la valija lista al otro lado de la puerta.

MAGNETISMOWhere stories live. Discover now