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Presente, Abadía de Santa María d'Ormarc, Ormarc (Mediodía Pirineos), Francia

Fueran cuales fuesen los motivos que creía tener el día en que ingresó en la orden, le parecían tan poco claros como los chanclos que ahora llevaba en los pies. Un delantal de trabajo le cubría el hábito y en la mano enguantada sujetaba una vieja pala, la madera desgastada por el tiempo, la pala de metal cubierta de restos de hierba y tierra.

El campo se extendía ante ella y desde donde estaba, veía las figuras veladas de sus hermanas trabajando junto a los árboles y las pequeñas parcelas que
cruzaban la tierra dentro de los terrenos de la abadía. Veía los tejados de Ormarc a lo lejos, así como el castillo en lo alto de la colina y más allá las montañas. Hizo una pausa en su trabajo, se apoyó en la pala y se enjugó el sudor de la cara. Se quedó mirando las figuras oscuras que se movían entre las hileras de árboles y sintió una punzada de desazón. Era como si una parte de ella se hubiera quedado dormida —hubiera estado durmiendo— y por alguna razón desconocida, se hubiera despertado de repente y se preguntara por qué estaba allí. Frunció el ceño tras el griñón ante esta idea. ¿Cuándo había empezado a echar raíces esa sensación de intranquilidad en la paz de su alma? ¿Cuándo
había empezado a sentirse menos contenta? ¿Cuándo habían empezado las horas a alargarse y adoptar la forma del tedio? Una visión de una cabeza rubia inclinada estudiando se cruzó por su mente, e intentó apartar la imagen.

Respiró hondo; sus pulmones se llenaron del aroma a tierra recién removida y lluvia. Sacudió la cabeza, se ajustó los gruesos guantes de trabajo y hundió la pala con fuerza en la oscura y fértil tierra, con la esperanza de que el trabajo físico le purgara la mente. Redobló sus esfuerzos, como si el acto mismo de cavar y labrar pudiera enterrar las dudas y preguntas que se agolpaban en su mente, pudiera concentrar su pensamiento en el trabajo, en la oración y en Dios. Absorta en su tarea, no oyó la llamada al oficio de mediodía y se sobresaltó
cuando otra religiosa le comunicó que había llegado la hora sexta y que debían correr a la capilla para rezar.

Presente, mansión cerca de las montañas de Ormarc (Mediodía Pirineos), Francia

Bueno, vamos allá, pensó mientras sus botas chirriaban en el suelo de madera de la entrada. Clavó los ojos en el mayordomo, que caminaba a un paso digno y sin chirridos delante de ella. Sintió que se le encogía el estómago, convencida de que parecía más una rata mojada y nerviosa que una medievalista. Intentó no quedarse mirando boquiabierta, intentó no parecer abrumada cuando el mayordomo se inclinó, le señaló una butaca y la informó de que la señora d'Ormarc se reuniría con ella sin tardanza. Se pasó una mano por el pelo y resopló ligeramente mientras observaba el estudio. Parece casi espartano, en plan elegante. No es exactamente como me lo había imaginado. Al otro lado del estudio una enorme chimenea ocupaba una esquina, mientras que una pared cercana estaba cubierta de libros y la otra estaba ocupada por un gran mirador, que ofrecía una vista espectacular de las montañas cercanas y el castillo.

Había tardado semanas en conseguir reunirse con doña Thisbe y tenía la esperanza de que la tarde resultara provechosa. Respira hondo. No tienes por qué estar nerviosa. Se acercó de repente a la ventana. Por favor, que no sea una trampa rara. Tiene que haber una conexión entre esa catedral misteriosa, Chrétien d'Ormarc, esta tal Alexandra y la trovadora Gabrielle. ¿Y dónde demonios encaja una antigua guerrera griega en todo esto? Oh, Dios, debo de haberme vuelto loca. Cuando le cuente a doña Thisbe lo que he descubierto, seguro que me echa de su casa y me demanda por difamar el nombre de su familia...—Mademoiselle Morrison, permettez-moi de vous présenter la Dame d'Ormarc, la
Comptesse Thisbe.

Se volvió y vio al mayordomo que indicaba a una mujer de mediana edad algo más alta que ella. El anciano mayordomo se inclinó ligeramente antes de salir de la habitación mientras la mujer de pelo castaño rojizo se acercaba a la medievalista, alargando la mano para saludarla.

C'est un plaisir de vous finalement rencontrer, mademoiselle.

Gwen hizo una pequeña reverencia y estrechó la mano de la condesa.

C'est tout un honneur de vous rencontrer. Je vous remercie de m'avoir accordé cette chance.

Doña Thisbe hizo un gesto señalando el gran escritorio y las butacas que había junto a la chimenea.

—¿Mencionó usted que había estado realizando una investigación en el convento de Santa María?

Gwen asintió al tiempo que se sentaba.

—Sí. He estado trabajando allí estos últimos meses, además de en otros lugares de Ormarc y sus alrededores...

Presente, Abadía de Santa María d'Ormarc, Ormarc (Mediodía Pirineos), Francia

Miró con el ceño fruncido el libro que tenía en la mano cuando se dio cuenta de que se había olvidado del lugar que le correspondía en los estantes. Se detuvo en medio de la pequeña sala que alojaba los libros del convento, se quedó mirando los libros que cubrían una pared de la estancia vivamente iluminada y la embargó una sensación de confusión y de no encontrarse dentro de su cuerpo cubierto por el hábito. Se quedó allí parada varios minutos, con la mirada fija al frente, pero sin ver nada. Sólo después de oír que decían su nombre desde el otro lado de la sala volvió por fin a su ser. Se volvió y vio a la abadesa, con una mirada de preocupación en los ojos castaños, de pie en la puerta.

—Reverenda madre.

Se encaminó rápidamente hacia la monja, inclinó la cabeza, tomó la mano derecha de la otra mujer, besó sus nudillos y se tocó ligeramente la frente con la mano. Al apartarse de la mujer mayor, sor Agustín se dio cuenta de que todavía tenía el libro en la mano izquierda. Suspiró suavemente mientras miraba a la mujer mayor.

—¿Puedo ayudarla en algo, reverenda madre?

La monja mayor se metió las manos dentro de las amplias mangas negras de su hábito al tiempo que entraba en la sala. Guardó silencio mientras recorría despacio la estancia, deteniéndose por fin junto a una pequeña ventana que ofrecía una vista del pueblo y las montañas. La monja más alta se quedó en silencio, con la cabeza gacha mientras sostenía el libro contra el pecho. La abadesa se volvió y observó a la otra monja. Habló dulcemente.

—¿Cuántos años lleva en la abadía, Agustín?

—Casi diez años, reverenda madre. Tenía veinte cuando profesé.

—¿Y ha sido feliz aquí?

La cabeza oscura se alzó para ver a la mujer mayor junto a la ventana, y la monja más joven, confusa, arrugó la frente tras el griñón.

—No... no comprendo, madre. ¿He hecho algo para... para... algo inapropiado en mi servicio?

LANGUEDOCWhere stories live. Discover now