Preludio

126 15 2
                                    

En los Reinos de Wendelcumb y Aranthia, la monarquía había reinado durante miles de generaciones. Los príncipes y princesas habían sido criados para seguir las tradiciones y las expectativas que se les imponían, y los matrimonios se habían arreglado cuidadosamente para fortalecer alianzas y mantener la paz entre naciones si eran miembros de la realeza, o para mantener el rango o posición social si se pertenecía a la nobleza.

Los infantes destinados a asumir la corona debían ser formados con esmero, disciplina y conocimientos acordes a su futura posición en el reino. Sin embargo, el príncipe Carlos de Wendelcumb, siendo fruto de un amorío ilícito, no poseía el linaje necesario para ocupar el trono, mas su padre, el Rey Carlos I, dispuso con diligencia las circunstancias para hacer de él el heredero del trono, ya que, siendo varón, era el único vástago legítimo del monarca.

El joven noble había venido al mundo en cuna dorada, nutrido por las delicias que la opulencia y el privilegio podían ofrecer. No obstante, la vida le había confrontado con su cuota de desafíos y deberes, y no tardó en conocer el dolor de la orfandad, privado de la presencia materna desde temprana edad. Su soledad se agravó al verse al cuidado de una madrastra implacable, carente de afecto, y de dos medias hermanas mayores que se tornaron en el único sustento en el que podía apoyarse, pero la existencia del joven se vio alterada en gran medida cuando las princesas Ana y Blanca, tuvieron que emprender el camino de la instrucción en tierras lejanas. Este acontecimiento, sin duda, acrecentó las dificultades que debió afrontar el joven.

Desde su infancia, el príncipe había dedicado arduas horas a la preparación de su futura labor como monarca. La educación que había recibido, guiada por los más preeminentes tutores del reino, se enfocaba en áreas fundamentales como la política, la economía y la diplomacia. Su progenitor, el Rey Carlos I, estaba sumamente orgulloso de su vástago y estaba convencido de que su sucesor sería un líder ejemplar y justo. El rey, a su vez, sentía un gran amor por su hijo, pues este era el único vínculo que tenía con la mujer que más había amado en su vida. La dinastía de la familia real estaba destinada a prosperar bajo el mandato de Carlos II.

En aquellos idílicos parajes del Reino de Wendelcumb, enclavado en el corazón del continente de Arvandor, se desplegaba un panorama que evocaba la grandeza de épocas ancestrales. Sus fronteras se entrelazaban con el Reino de Aranthia al sur, mientras que al oeste se erguía majestuoso el Reino de Brystonia. Era una tierra que se mantenía fiel a las tradiciones y costumbres de antaño, arraigada en la historia que se deslizaba por sus verdes y frondosos dominios.

En este territorio próspero, la vida cotidiana gravitaba en torno al laborioso trabajo de sus habitantes, mayoritariamente dedicados a la agricultura. Los agricultores, con sudor en la frente y determinación en sus manos, labraban incansablemente las extensas llanuras, bendecidas por la fertilidad de sus suelos. Allí se sembraban los valiosos granos de trigo y cebada, que, con el paso de las estaciones, se convertían en el sustento que nutría a la nación. Mas no solo en la tierra encontraban sustento, pues el océano Vendaría, que acariciaba las costas de Arvandor, ofrecía generosamente su prodigiosa pesca, complementando así la subsistencia de aquellos que habitaban en el reino.

La economía de Wendelcumb se hallaba indisolublemente ligada a la cosecha y la crianza de animales. Los campos dorados de trigales y las verdes praderas eran testigos mudos del arduo trabajo que se desplegaba para asegurar el alimento y la prosperidad de su gente. Los pastores, atentos y cuidadosos, velaban por sus rebaños, cuyo dulce balido y rechonchas figuras engrandecían los campos. Así, entre la labor agrícola y la ganadería, se erigía el pilar económico de Wendelcumb, sustento que abastecía las necesidades básicas de su población.

No obstante, el comercio, aunque más limitado en alcance, se presentaba como un nexo de conexión entre las grandes ciudades que gobernaban sobre el territorio. Estos centros urbanos, oasis de actividad y esplendor, fungían como guardianes del comercio y del progreso. Sus calles adoquinadas se llenaban de bullicio y mercaderes que ofrecían sus mercancías al público ávido de novedades y productos exquisitos. Era en estos enclaves donde se gestaba el intercambio de bienes y se erigían las edificaciones comerciales que albergaban las riquezas de la tierra y del mar.

Crown of Roses | CarlandoOù les histoires vivent. Découvrez maintenant