Capítulo 2 Sembrar una amistad

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Al pasar los días, noté la satisfacción de Amanda por su logro. Con una enorme sonrisa en el rostro, miraba su hoja de calificación a cada momento; al parecer le costaba creerlo. En ese momento me sentí muy contenta con su alegría expresada, porque para mí esas sí eran razones para estar feliz. En cambio, yo nunca mostraba euforia, solo sonreía a medias por mis logros y me presionaba a mí misma para ser la mejor. Vernos juntas era como presenciar un contraste entre el día y la noche (así lo imaginaba en mi mente). Hasta nuestros aspectos físicos se veían distintos; ella era de piel pálida y yo, de un color capuchino.

Ya que todo lo del proyecto había acabado, no era necesario pasar más tiempo con ella, ¿cierto? Así que traté de alejarme, pero una voz en mi interior me decía que no debía hacerlo: sentía remordimientos. Es que yo también tenía mis propios asuntos, ¿verdad? Bastaba con ayudarla a sembrar su deseado árbol de mango, que por cierto, seguía en su maceta. ¿Para qué molestarme en acercarme a una persona tan complicada y nerviosa?

Después de una semana, ¡vaya, recuerdo muy bien esa mañana normal de un día sábado! Recostada en el sofá de mi casa, viendo la tv y lamentando en mi mente las desgracias de mi vida, recibí una llamada. Miré el teléfono con pocos ánimos de hablar y vi el nombre de Amanda en la pantalla. Y pensé: ¿Qué querrá esta niña? Contesté el teléfono y ella, sin saludarme, de una vez me dijo:

—Laura, ya sé que todo lo del proyecto ha terminado pero —en eso, titubeó—, ah, me gustaría que me ayudaras con algo.

—Hola, Amanda. Estoy bien, gracias por preguntar —respondí de forma grosera—. Ajá, dime qué quieres.

—Perdón, es que... bueno, la plantita de mango ya no puede estar en su maceta y me gustaría sembrarla en mi patio.

—Si consideras que ya es el momento, entonces hazlo.

—Creo que ya es tiempo de hacerlo, pero quiero que me ayudes.

No supe qué responder, me inclinaba a rechazar su petición. Sin embargo, titubeé diciendo:

—Pero, yo... primero voy a... Bueno, está bien. Dime cuándo la quieres sembrar.

—¿Puedes venir hoy mismo en la tarde?

—Sí claro, pasaré por tu casa a las 4 de la tarde.

—¡Gracias, Laura! ¡Qué día tan bonito! Es perfecto para sembrar un árbol de mango, ¿no crees?

—Sí, como sea, chao.

La verdad, preferí hacerlo pronto y salir rápido de ese tedioso compromiso. Llegué a las 4 en punto, como había dicho, ya que trataba de hacer todo de manera correcta y puntual. Saludé a Amanda y a su mamá porque solo estaban ellas dos, el padre nunca se veía en casa. La señora María me dio unas galletas recién horneadas con sabor a miel, se derretían en mi boca mientras hablaba conmigo en la cocina sobre cosas de la escuela. Amanda caminaba de allá para acá detrás de nosotras buscando todas sus herramientas de jardinería para sembrar su preciado árbol de mango. El sonido de sus pasos acelerados me estresaba un poco. Pero de pronto, escuché un ruido ensordecedor de cosas cayendo al suelo. Hubo un silencio detrás del grito de María:

—¡Hija! ¡¿Estás bien?!

Pero en la casa, no hubo más que un silencio aterrador. Por lo tanto, María corrió y subió las escaleras hacia la habitación de Amanda, y yo solté las galletas yéndome tras de ella con mi pulso acelerado. Muy confundida, le pregunté:

—¿Qué pasó?

—Nada más le dio otro ataque, no te preocupes —me respondió.

Entonces, me acerqué poco a poco; y con la puerta entreabierta, vi a Amanda sentada en el suelo de su habitación con sus manos sobre su cabeza, respirando con agitación y gritando:

Una carta entre silenciosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora