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2 años antes

Nunca me gustó la oficina del jefe.  Cuando era más joven, siempre entraba para recibir el regaño de mi vida.  Ahora, como (casi) adulta, entraba para recibir el regaño de mi vida, profesionalmente.

Cuando mi padre se enteró de mi nacimiento poco después de su regreso del alistamiento obligatorio, soñó con una niña que se convirtiera en una mujer. Una mujer con su carácter. Sin miedo a correr riesgos, dura, disciplinada y, sobre todo, una mujer que mantuviera los mismos ideales y valores morales que los suyos.

Lo que obtuvo fue a mí. La dulce, introvertida y tartamuda pequeña Tn, era tan dolorosamente tímida que nunca hizo muchas amigas. Una niña que no duraría ni un segundo en el mundo que su padre había esperado para ella. No por falta de intentarlo tampoco, mi padre se esforzó mucho.  Hizo que me uniera a él en la patrulla (sentarme en la parte trasera del coche de policía y ver a mi padre en acción, lo que en realidad terminó en ataques de pánico porque odiaba ver la violencia). Trató de que hiciera deporte, le ayudara a arreglar autos; cuando tenía 14 años, me arregló para una cita con el hijo de su colega de trabajo.

No terminó bien, de hecho, el chico terminó hablando toda la noche y pasé tres horas deseando estar en casa, en la cama.

Mi madre tenía otros planes. Yo era dulce, tímida, hermosa y me inscribió en oportunidades de modelaje a pesar de que mi padre protestó. Les gustó mi dulce disposición, cómo sonreía dócilmente a la cámara. Les gustó cómo siempre mostraba más preocupación por las otras modelos y fotógrafos en el set que por mí misma.

Ninguno de mis padres se molestó en preguntar qué era lo que en realidad quería. Eso sí, incluso si hubieran preguntado, no habría sabido qué decirles. Nunca tuve un sueño para mí misma, un pasatiempo, algo que quisiera perseguir.

Quizás es por eso que mi padre ganó cuando me envió temprano al campo de entrenamiento de la policía para que siguiera sus pasos.

Ahora aquí estaba, una futura policía de diecinueve años, sentada aquí una vez más y esperando que mi padre entrara y me dijera qué hice mal esta vez.

La puerta se abrió y mi columna vertebral automáticamente se puso rígida cuando me puse de pie para saludar al jefe, mi padre. El hombre apenas me reconoció cuando entró y se sento en su escritorio.

—Sientate.

Obedecí sin decir una palabra. Nunca me relajaba en presencia de mi padre, nunca había podido. Mi mente trató de pensar en cualquier cosa que pudiera justificar un ataque verbal, pero, sinceramente, no me había salido de la raya últimamente. Habia sido buena. Incluso mis puntajes en las pruebas físicas, mentales y emocionales habían sido excelentes, por lo que, por una vez, estaba un poco confundida acerca de por qué estaba aquí.

Luego, mi padre presionó un botón y las persianas de las ventanas se cerraron con un silencioso gemido metálico y mi estómago cayó.

Mierda.

—Ha surgido algo -dijo mi padre y odiaba ese tono- ¿Estoy seguro de que estas al tanto de nuestra investigación en curso sobre las desapariciones de Busan?

Asentí. Solo alguien que vive en una cueva no se daría cuenta de ese espectáculo de mierda en particular. 

Hace cinco años, la gente empezó a desaparecer. No el tipo habitual de personas, tampoco la cantidad habitual. Era mucha gente, más de la que a la policía se le permitía ignorar, con casos de personas desaparecidas pegados en las paredes de las estaciones de tren.

Sin rastro, ciudadanos de bajo riesgo, sin antecedentes con nadie que pudiera querer hacerles daño, sin testigos ni sospechosos tampoco. Tabla rasa. La gente estaba desapareciendo y no había nada que hacer al respecto, ni siquiera una miga de pan con la que partir. La insatisfacción del público con los equipos de investigación locales se volvió fea rápidamente y pronto se convirtió en un problema nacional en lugar de simplemente local.

𝐆𝐨𝐝'𝐬 𝐌𝐞𝐧𝐮 Where stories live. Discover now