CAPITULO 2

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En sus años de experiencia, Maria había aprendido a esconder su dolor detrás de una máscara de orgullo e indiferencia, una máscara a la que recurrió en ese momento, escondiendo sus sentimientos y sus pensamientos mientras se enfrentaba a San Román.

-Lo siento, señor San Román, pero creo que se ha hecho una idea equivocada de la situación -afirmó en tono distante-. No he venido aquí para aceptar un soborno.
-Ni yo se lo estoy ofreciendo, señora Fernández -replicó él con un brillo en los ojos-. Simplemente le propongo que me venda sus acciones.
-Esas acciones no están en venta.
-Claro que lo están -refutó él suavemente-. Estoy dispuesto a pagar un precio superior al de su valor en bolsa con tal de arrebatárselas de las manos. Le he hecho ciertas concesiones porque es una mujer, señora Fernández, pero mi bondad tiene un límite. Le recomiendo que no intente pedir un precio mayor. Podría verse completamente excluida de la compañía.
Maria se levantó con las manos ocultas detrás de la espalda, para que él no viera cómo se clavaba las uñas en las palmas.
-No me interesa ningún precio, señor San Román; ni siquiera deseo oír su oferta. Mis acciones no están en venta, ni ahora ni nunca, y menos para usted. Que tenga un buen día, señor San Román.

Pero San Román no era ningún sumiso secretario y no tenía intención de dejarla marchar hasta haber zanjado el asunto. Avanzó con ágil s zancadas para detenerla y Maria vio que unos sólidos hombres le cerraban el paso.

-No, señora Fernández -murmuró él suavemente-. No puedo dejar que se marche cuando aún no hemos resuelto nada. He salido de mi isla y he volado hasta Inglaterra con el propósito expreso de reunirme con usted y poner coto a sus necias ideas, que están haciendo estragos en la compañía. ¿Creía que me dejaría intimidar por sus aires de superioridad?
-No sé si tengo aires de superioridad, pero su complejo de dueño y señor me pone los nervios de punta -contraatacó Maria en tono sarcástico-. Soy la propietaria de esas acciones y ejerzo mi derecho a voto como creo conveniente. La absorción de Dryden era una maniobra poco limpia, por eso voté en contra. Y volvería a hacerlo. Otros accionistas obran del mismo modo, pero veo que son mis acciones las que usted quiere comprar. ¿O es que soy la primera persona a la que piensa administrar su disciplina?
-Siéntese, señora Fernández -dijo él gravemente-, e intentaré explicarle los principios básicos de las finanzas y la expansión empresarial.

-No quiero sentarme...
-¡He dicho que se siente! -rugió él con voz súbitamente amenazadora. Maria se sentó automáticamente; luego se despreció a sí misma por no haberle plantado cara.
-Yo no soy uno de sus lacayos -exclamó, aunque siguió sentada. Tenía el presentimiento de que San Román la sujetaría por la fuerza si intentaba marcharse.
-Lo sé, señora Fernández; créame, si fuese uno de mis empleados, hace mucho tiempo que habría aprendido a comportarse -repuso él con un tono cargado de ironía.
-¡Creo que sé comportarme perfectamente!
Él esbozó una sombría sonrisa.
-¿Sabe comportarse? ¿O simplemente es astuta y manipuladora? No creo que le resultara muy difícil seducir a ese anciano y conseguir que se casara con usted, y fue lo suficientemente inteligente como para elegir a un hombre que moriría en poco tiempo. Eso la dejó en una excelente posición, ¿no es cierto?
Maria estuvo a punto de gritar, horrorizada por sus palabras; solamente sus años de aprendizaje en materia de autodominio la hicieron permanecer inmóvil y en silencio, aunque apartó la mirada de San Román. No podía dejar que él viera sus ojos, o comprendería lo profundamente vulnerable que era en realidad.

Él sonrió ante su silencio.
-¿Creía que no estaba al corriente de su historia, señora Fernández? Sé mucho sobre usted, se lo aseguro. Su matrimonio con Luciano Fernández escandalizó todos aquellos que lo conocían y lo admiraban. No obstante, hasta que la vi, no había logrado comprender cómo pudo echarle el lazo. Ahora lo veo todo muy claro; cualquier hombre, incluso un anciano, haría lo que fuese por tenerla en su cama y disfrutar de su cuerpo a placer.
Maria se estremeció ante el insulto y él reparó en el temblor que recorrió su piel.
-¿Acaso el recuerdo le resulta poco agradable? -inquirió San Román en tono quedo-. ¿Tuvo que dar a cambio más de lo que esperaba?
Maria luchó por recobrar la compostura y erguir la cabeza, y al cabo de un momento lo consiguió.

PODER DE LA SEDUCCIÓN Where stories live. Discover now