CAPITULO 8

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-Está bien -dijo Esteban con voz tensa, alejándose de ella con las manos en alto, como si quisiera demostrar que estaba desarmado-. No te tocaré, lo prometo. ¿Ves? Me sentaré, incluso -hizo lo que decía y la miró atentamente, con una sombría expresión en sus ojos negros-. Pero, por amor de Dios, Maria, ¿por qué?
Ella permaneció allí de pie, con las piernas temblando, mientras trataba de controlar sus sollozos y de recuperar la voz para darle una explicación, pero no le salían las palabras, de modo que se limitó a mirar a Esteban como aturdida.

Él dejó escapar un jadeo y alzó las manos para frotarse los ojos, como si estuviera cansado; y, probablemente, lo estaba.
-Tú ganas -dijo en tono apagado-. No sé qué problema tienes con el sexo, pero acepto que estés demasiado asustada para acostarte conmigo sin tener ninguna seguridad respecto al futuro. Maldita sea, si es el matrimonio lo que se necesita para tenerte, te lo daré. Podemos casarnos en la isla la semana que viene.

La sorpresa impulsó a Maria a dirigirse débilmente hacia la silla más próxima. Una vez que se hubo sentado, dijo con voz trémula:
-No, no lo entiendes...
-Entiendo que tienes un precio -musitó Esteban furioso-. Y ya me has provocado hasta el límite, Maria, así que no empieces otra discusión ahora. Con un marido sí te acostarás, ¿no? ¿O me tienes reservada otra sorpresita desagradable para cuando lleves la alianza en el dedo?
La ira salvó a Maria, una ira pura y fortalecedora que fluyó de golpe por sus venas. Enderezó la espalda y se secó las lágrimas. Esteban era demasiado arrogante y testarudo para escucharla; durante un momento, se sintió tentada de tirarle su oferta a la cara, pero su corazón se lo impidió. Quizá se había ofrecido a casarse con ella por los motivos menos idóneos, pero no dejaba de ser una propuesta de matrimonio. Y, por muy enfadado que estuviera Esteban entonces, tanto con ella como consigo mismo, al final se calmaría y ella podría decirle la verdad. Tendría que escucharla; lo obligaría a hacerlo. En aquellos momentos se sentía frustrado y no estaba de humor para razonar; lo más prudente era no provocar su enojo.
-Sí -dijo Maria con voz casi inaudible, agachando la cabeza-. Me acostaré contigo cuando estemos casados, por muy asustada que me sienta.

Esteban dejó escapar un suspiro y se inclinó hacia delante para apoyar los codos en las rodillas, en un gesto de completo cansancio.
-Solamente eso te ha salvado esta noche -reconoció en tono cortante-. Estabas asustada de verdad, no lo fingías. Te han tratado muy mal, ¿no es así, Maria? Pero no quiero saber nada de eso ahora; no podría soportarlo.

-Está bien -susurró ella.
-¡Y deja de mirarme como una gatita apaleada! -exclamó él al tiempo que se levantaba y se acercaba con pasos furiosos a la ventana-. Telefonearé a mi madre mañana - dijo poniendo riendas a su cólera-. Y procuraré salir de la reunión temprano para que podamos ir a comprar tu vestido de novia. Dado que vamos a casarnos en la isla, tendremos que cumplir con todo el ceremonial -explicó amargamente.
-¿Por qué tiene que ser en la isla? -preguntó Maria con cierta vacilación.
-Porque me crié allí -gruñó Esteban-. Esa isla me pertenece y yo pertenezco a la isla. Los aldeanos jamás me lo perdonarían si celebro mi boda en otro lugar. Las mujeres querrán colmar de honores a mi novia; los hombres desearán felicitarme y darme su consejo acerca de cómo debo tratar a mi mujer.
-¿Y tu madre?
Él se giró para mirarla con dureza a los ojos.
-Se sentirá dolida, pero no se opondrá a mi decisión. Y déjame advertirte una cosa, Maria. Como alguna vez hagas algo que pueda herir o insultar a mi madre, te arrepentirás de haber nacido. Los sufrimientos que has padecido hasta ahora te parecerán el paraíso comparados con el infierno que te haré vivir.

Maria emitió un jadeo ahogado al ver el odio que se reflejaba en sus ojos. Trató de defenderse desesperadamente y gritó:
-¡Tú sabes que yo no soy así! ¡No hables de mí como si fuera una desalmada simplemente porque lo nuestro no ha salido como tú querías! Yo no deseaba que las cosas fueran así entre nosotros.
-De eso ya me doy cuenta -dijo él en tono grave-. Habrías preferido que yo fuera tan ingenuo como Luciano Fernández, que me ablandara al ver tu rostro angelical y estuviera dispuesto a concederte todos tus deseos. Pero sé lo que eres, y a mí no me dejarás limpio como hiciste con el viejo. Pudiste elegir, Maria. Siendo mi amante, te habría mimado y tratado como una reina. En tanto que mi esposa, tendrás mi apellido y poco más. Ya has elegido, y ahora tendrás que vivir con las consecuencias de tu decisión. Pero no esperes más acuerdos generosos, como el que te concedí con esas acciones. Y recuerda que soy griego; después de la boda, me pertenecerás en cuerpo y alma. Piensa en eso, cariño -pronunció el apelativo cariñoso con un deje de sarcasmo, y Maria dio un paso atrás al ver la ferocidad de su expresión.
-Te equivocas -dijo con voz trémula-. Yo no soy así, Esteban; tú sabes que no soy así. ¿Por qué me dices unas cosas tan horribles? Por favor, deja que te explique cómo fue mi...
-¡No quiero que me expliques nada! -vociferó él repentinamente, su rostro estaba lleno de una ira que ya no podía seguir reprimiendo-. ¿Es que no sabes cuándo debes callarte? ¡No me provoques!
Temblando, Maria se alejó de él y se dirigió hacia el dormitorio. No, no podía hacerlo. Por mucho que lo amara, era evidente que Esteban nunca la amaría a ella, y la haría muy desgraciada si cometía el error de casarse con él. Jamás la perdonaría por haberlo obligado prácticamente a aceptar aquel matrimonio. Era un hombre orgulloso y airado; y, como él mismo había dicho, era griego. Un griego no perdonaba jamás un agravio. Un griego buscaba venganza.
Lo mejor era acabar limpiamente, no volver a ver a Esteban. Maria no conseguiría olvidarlo nunca, desde luego, pero sabía que el matrimonio con él era imposible. Había vivido teniendo que soportar continuamente el desprecio y el recelo de personas desconocidas, pero no podría soportar el desprecio y el recelo de un marido. Había llegado el momento de que abandonara Inglaterra definitivamente y regresara a Estados Unidos, donde podría llevar una vida de tranquilo aislamiento.
-Vuelve a poner esa maleta en su sitio -dijo Esteban en tono sepulcral desde la puerta mientras ella sacaba la maleta del armario.
Palideciendo, Maria se giró para mirarlo sobresaltada.
-Es la única forma -suplicó-. Seguro que comprendes que nuestro matrimonio no funcionaría. Deja que me vaya, Esteban, antes de que nos destruyamos el uno al otro.
La boca de él se curvó en un rictus cínico.
-¿Te echas atrás, ahora que te has dado cuenta de que no bailaré al son que tú me marques? Es inútil, Maria. Nos casaremos la semana que viene... al menos que estés dispuesta a pagar el precio de irte de este hotel sin mí.

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