1. Érase una vez

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La nieve caía blanca, ligera y suave, según descendía en picado a ras de las nubes, el ambiente fue tornándose cada vez más frío. Los copos aterrizaban en la superficie junto con un débil impacto y, poco a poco, acabaron cubriendo el asfalto de una ciudad durmiente, Minota. Nadie salía a la calle, ni tan siquiera se asomaban a las ventanas. Hacía años que no nevaba de esa manera. En esos momentos, únicamente me hacía compañía el reflejo de mi propia sombra, dibujada en el tabique gris del orfanato en el que me internaron con apenas unos pocos meses (nunca supe sobre mis verdaderos padres), House Milk. Quizá aquella nevada fuese la señal que predijese el fin de mi estancia en aquella horrible institución y finalmente, una mamá y un papá me llevarían consigo al que sería por siempre mi hogar, lo deseaba con todas mis fuerzas.

El viento trajo consigo un pesado aroma a tierra mojada y despeinó de por sí mi ya encrespada cabellera. La hermana Casandra comenzó a llamarnos uno por uno a todos los niños y niñas que nos encontrábamos jugando en el patio, apurándonos a entrar antes de que enfermásemos de una pulmonía. Con la suerte de mi lado, me escondí tras el pequeño santuario donde las hermanas oraban puntualmente nada más presentarse el alba, aguardando la oportunidad de poder escalar el muro que rodeaba el orfanato. Solo así podría salir afuera a jugar. A jugar con total libertad. Los niños y niñas fueron entrando en fila india al interior del edificio entre risas y gritos de euforia y al entrar el último de ellos, la hermana Casandra echó un rápido vistazo al patio antes de cerrar la puerta. La señal perfecta. Sin más preámbulos, eché a correr hasta un punto en concreto en el que el muro tenía una pequeña abertura oculta tras unos cuantos arbustos, logrando deslizar mi cuerpo en éste sin demasiadas complicaciones.

Una vez en el exterior, continué la carrera en dirección a un parque infantil que se hallaba a unos pocos metros del orfanato. Rara vez las hermanas nos dejaban jugar allí, solo si se presentaban fechas especiales como bien era la Navidad o el cumpleaños de algún niño o niña. Parecía un sueño hecho realidad. El parque entero era todo para mí y no tendría por qué hacer ninguna cola y mucho menos huir ante un grupo de niños abusones. Me tiré por el tobogán, una e incluso diez veces. Me columpié, imaginando que montaba un avión y sobrevolaba los altos escarpes de las montañas e incluso hice un enorme muñeco de nieve al que llamé Sonrisitas. Y entonces... ocurrió.

De pronto, la temperatura descendió bruscamente de los cero grados, dándome la sensación de estar en el polo norte y aquel sueño en que me ensimismé se quebró en mil pedazos, volviendo estos a reagruparse con la forma de una horripilante pesadilla. Me envolví con mis propios brazos, como si de ese modo pudiese protegerme de cualquier peligro oculto. El sonido metálico del columpio balanceándose por sí solo resultó sobrecogedor y eso no fue lo peor, pues las luces de las farolas centellearon repetidamente hasta el punto de fundirse gran parte de ellas. La otra mitad restante estalló en varios pedacitos, inundando la ciudad una efímera y brillante lluvia de cristales. La única iluminación que perduró fue la de la luna y las estrellas, que brillaban tranquilamente en lo alto del cielo, ajenas e indiferentes a cuanto ocurría abajo. Pese a todo, seguía nevando. Solté un grito y acto seguido, me refugié bajo la casita colorida del parque, temblando de miedo. Algo no andaba bien, incluso la propia tierra temblaba bajo mi cuerpo. Con gran reparo, dirigí la vista al frente, escudriñando a través de la tenue penumbra e intentando averiguar cuál era la verdadera causa de lo que estaba ocurriendo.

¡PIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII!

La bocina de un auto resonó con estrépito conforme atravesaba la carretera en zigzag, levantando algo de gravilla en su alocada carrera. Vi en él una esperanza a la que poder aferrarme, sin embargo, tan pronto ésta vino se esfumó en el preciso instante que el auto se estrelló contra una tienda de artículos informáticos, llevándose por delante el escaparate en sí y aplastando cada una de las televisiones de plasma que se habían expuesto a la vista de los transeúntes.

TEATRO DE LOS MALDITOS I Nada es lo que pareceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora