Maldita Duda (En Proceso)

Capítulo 2: La promesa

Boquiabierto, observé con detenimiento aquel peculiar fenómeno, ¿Y cómo no apreciarlo? La pequeña nube, como si se tratase de una especie de bola de disco mágica, proyectaba una serie de rayos que, sin un patrón aparente, dotaban a mí habitación de colores alegres y extravagantes, opacando el feo celeste mal pintado y ya bastante desgastado de mi habitación. No obstante, aquel maravilloso trance no duró más que unos breves segundos, puesto que la caída de un pequeño ser proveniente de la misma causaría su desaparición.

—¡Hola! —me saludó este, con un tono divertido, mientras se ponía de pie, con algo de torpeza. El pobre había caído de cara contra el piso—. Estoy bien, tranquilo, no me dolió tanto.

Lo miré de arriba abajo. Era un nene como yo, más o menos de mi edad, con la cara pintada de blanco. Tenía dos alas como de paloma —bien blancas—, ni muy grandes ni muy chicas, como las de un ángel, pero no llevaba una aureola en la cabeza ni tampoco una túnica blanca, como los que estaban en los vitrales de la iglesia del padre Ignacio a la que frecuentaba con mamá los domingos. En cambio, llevaba puesto un traje de bufón, color púrpura y amarillo, con cascabeles pegados en las puntas de su sombrero y zapatos.

—Yo me llamó Sonrisas —se presentó después, con una gran sonrisa que hacía gala de su nombre—. ¿Y vos?

—Daniel… —le conteste, casi balbuceando, con los ojos humedecidos por el malestar de hace rato.

—Daniel, ¿Te gustan los trucos de magia?

La respuesta era clara: ¿A quién no le gustaba la magia? Maravillarse con lo inexplicable era algo poco común y que había que aprovechar si la situación se daba, ¿Por qué? Simple, por el hecho de volver posible lo imposible, hacer de lo irreal algo perceptible, liberarnos de nuestros sentidos; de nuestras cadenas, salir de la cueva de nuestras creencias y acercarnos cada vez más hacía aquello que no nos es propio; hacía aquello que nos deja boquiabiertos y sedientos de curiosidad y de asombro. «¡Sí, por supuesto que sí!», hubiese respondido, pero el extraño individuo se me adelantó, sacando una varita con una estrellita en la punta de su sombrero de bufón, pues el repentino cambio en mi expresión le habrá sido más que suficiente como para intuir cuál sería mi obvia respuesta, para luego pronunciar las siguientes palabras:

—¡Abracadabra, qué de la ventana lleguen aves coloridas y emplumadas!

Y eso mismo paso. Por sí solas, las puertas de mi ventana se abrieron de par en par y a través del espacio entre ambas entró una diversa parvada, compuesta por pájaros de todo tipo. Había cotorras, guacamayos, carpinteros, gorriones y muchos otros que ni conocía, pero que juntos con los antes mencionados parecían formar un arcoiris con vida propia. Uno al que le gustaba revolotear por toda la habitación, como un tornado de colores, para después juntarse y armar figuras geométricas de todo tipo. Era, simplemente, espectacular. Nunca había visto nada igual.

—¡Y ahora, el gran final! —exclamó el pequeño bufón, tomándome por sorpresa.

Como todo lo ocurrido hasta el momento, lo que vino luego era algo que para nada me esperaba. Las aves, en un abrir y cerrar de ojos, se posaron sobre mí y se aferraron a mi pijama con sus garritas. En el fondo, veía venir lo que ocurriría, lo que todo ser humano había deseado hacer por su cuenta sin la ayuda de algún artilugio o invento, pero aún así la incertidumbre estaba al acecho, ¿Cómo podrían un grupo de pajaritos levantar a un niño de, como mínimo, veinte kilos? Era algo de no creer. «No van a poder», pensé por un momento, sintiendo pena por estos, hasta que me percaté —para mi sorpresa— de que los dedos de mis pies habían dejado ya de tocar el suelo.

—¡Estoy volando! —exclamé, extasiado, con los ojos bien abiertos, sobrecargados de asombro y emoción.

Era real, lo estaba viviendo, ¡Estaba volando! Como Peter Pan; no, mejor aún, como un superhéroe y también Sonrisas, pero este no necesitaba de la ayuda de los pajaritos porque usaba sus propias alas, elegantes y bien blancas.