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El 13 de agosto nos levantamos muy de mañana. Tratábamos de inaugurar un nuevo género de locomoción rápida y poco fatigosa.

Un mástil hecho con dos palos jimelgados, una verga formada por una tercera percha y una vela improvisada con nuestras mantas, componían el aparejo de nuestra balsa. Las cuerdas no escaseaban, y el conjunto ofrecía bastante solidez.

A las seis, dio el profesor la señal de embarcar. Los víveres, los equipajes, los instrumentos, las arenas y una gran cantidad de agua dulce habían sido de antemano acomodados encima de la balsa. Largué la amarra que nos sujetaba a la orilla, orientamos la vela y nos alejamos con rapidez.

En el momento de salir del pequeño puerto, mi tío, que asignaba una gran importancia a la nomenclatura geográfica, quiso darle mi nombre.

-A fe mía -dije yo-, que tengo otro mejor que proponer a usted.

-¿Cuál?

-El nombre de Graüben: Puerto-Graüben; creo que es bastante sonoro.

-Pues vaya por Puerto-Graüben.

Y he aquí de qué manera hubo de vincularse a nuestra feliz expedición el nombre de mi amada curlandesa.

La brisa soplaba del Nordeste, lo cual nos permitió navegar viento en popa a una gran velocidad. Aquellas capas tan densas de la atmósfera poseían una considerable fuerza impulsiva, y obraban sobre la vela como un potente ventilador.

Al cabo de una hora, pudo mi tío darse cuenta de la velocidad que llevábamos.

-Si seguimos caminando de este modo -dijo-, avanzaremos lo menos treinta leguas cada veinticuatro horas, y no tardaremos en ver la orilla opuesta.

Sin responder, fui a sentarme en la parte delantera de la balsa. Ya la costa septentrional se esfumaba en el horizonte; los dos brazos del golfo se abrían ampliamente como para facilitar nuestra salida. Delante de mis ojos se extendía un mar inmenso; grandes nubes paseaban rápidamente sus sombras gigantescas sobre la superficie del agua. Los rayos argentados de la luz eléctrica, reflejados acá y allá por algunas grietas, hacían brotar puntos luminosos sobre los costados de la embarcación.

No tardamos en perder de vista la tierra, desapareciendo así todo punto de referencia; y, a no ser por la estela espumosa que tras sí dejaba la balsa, hubiera podido creer que permanecía en una inmovilidad perfecta.

A eso del mediodía, vimos flotar sobre la superficie del agua algas inmensas. Érame conocido el poder vegetativo de estas plantas, que se arrastran, a una profundidad de más de 12.000 pies, sobre en fondo de los mares, se reproducen bajo una presión de cerca de 400 atmósferas y forman a menudo bancos bastante considerables para detener la marcha de los buques; pero creo que jamás hubo algas tan gigantescas como las del mar de Lidenbrock.

Nuestra balsa pasó al lado de ovas de 3.000 y 4.000 pies de longitud, inmensas serpientes que se prolongaban hasta perderse de vista. Entreteníame en seguir con la mirada sus cintas infinitas, con la esperanza de descubrir su extremidad; mas, después de algunas horas, se cansaba mi impaciencia, aunque no mi admiración.

¿Qué fuerza natural podía producir tales plantas? ¡Qué fantástico aspecto debió presentar la tierra en los primeros siglos de su formación, cuando, bajo la acción del calor y la humedad, el reino vegetal sólo se desarrollaba en su superficie!

Viaje al Centro de la Tierra de Julio VerneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora