Capítulo 1

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La princesa Leonor no encontraba sensación más liberadora que sentir el aire bailar por su cabello a la hora de montar a caballo.

Para ella era un escape; un respiro necesario después de merodear sin rumbo entre los enormes pasillos del silencioso castillo. Cuando sus entrenadores no la veían, le gustaba levantar los brazos; tocar con la punta de los dedos las hojas que caían tranquilas por las ramas de los árboles y cerrar los ojos. Estos eran los únicos momentos en los que Leonor no podía dejar de sonreír.

Respirar y sonreír, se decía así misma.

Respirar y sonreír ante tanta libertad, por más limitada que fuera. Le advertían constantemente que era peligroso y que en cualquier momento podría perder el balance, pero la princesa sabía a ciencia cierta que Ansel nunca la dejaría caer.

Lo escuchó relinchar. A él también le gustaba correr despreocupado por el amplio valle del castillo. Leonor pasó ambas manos por sus suaves crines, las cuales eran, probablemente, del negro más intenso que la princesa hubiera visto alguna vez. Aunque no era solo ella quien se asombraba del color ébano de su pelaje. Lores y reyes, soldados y capitanes, todos alababan el color obsidiana de Ansel. Era ideal para pasar desapercibido en la noche y para asustar a cualquiera en el día. Corrían rumores sobre como sus ojos de mirada infinita podían paralizar a cualquier idiota que se atreviera a verlos por demasiado tiempo. Sin embargo, ninguno de estos lores y reyes o soldados y capitanes sabían que eran solo eso: rumores. La cantidad de veces que Leonor había salido del castillo montada sobre su caballo podían ser contadas con una sola mano. Y si es que, en el caso hipotético lo hacían, era con una gran escolta siguiéndoles de cerca.

La princesa se inclinó hacia adelante y lo abrazó. El pelaje oscuro acariciaba su mejilla, calentando su piel y llenándola de una seguridad abrasadora. Leonor se sentía en paz, y por más efímera que fuera, la princesa había prometido agradecer a la diosa Antheia en silencio. Una plegaria simple pero cargada de emoción por cada vez que se sintiera en calma. Dio pequeñas palmadas en los costados de su caballo, indicándole que ya era hora de regresar a los establos. Sin embargo, Ansel solo respondió con un bufido y apenas bajó la velocidad, demostrándole que no quería dejar de correr.

—Vamos, Ansel. ¡Yo también quiero seguir cabalgando! — Exclamó —Pero si volvemos a llegar tarde papá estará furioso, y esta vez no voy a mentir por ti—. Se cruzó de brazos y suspiró dramáticamente, con el dorso de la mano sobre la frente e inclinando la cabeza hacia atrás. — Diré que fuiste tú el que nos desvió.

Ansel volvió a relinchar y Leonor pudo imaginar con claridad cómo estaría rodando los ojos. Caballo caprichoso, pensó, antes de palmear de nuevo su costado, esta vez con un poquito más de fuerza. Finalmente, el corcel dio la vuelta, no sin antes agachar la cabeza para rozar su hocico contras las largas filas de pasto.

Ansel trotó en un compás relajado y se detuvo de vez en cuando para recoger entre los dientes las flores más bonitas para la princesa. Leonor aprovechó la calma del trote para arreglar sus largas trenzas; el viento se había encargado de deshacer cada nudo. Bueno, el viento y la manía de Ansel en quitarle las horquillas sin que se diera cuenta, según él, se veía más guapa con el cabello suelto.

Aunque al rey no le convencía tanto la idea de que su hija cabalgara así. Y no porque no pudiera entrenar cómodamente, sino, porque le recordaba demasiado a su difunta esposa.

Ella fue todo lo que él alguna vez soñó. Era una mujer libre, fuerte y de las mejores guerreras del reino. Cientos de retratos de ella decoraban las paredes sombrías del castillo. Piezas que la retrataban con el cabello al aire y con la espada en mano. Sin embargo, Antheia, diosa de la vida en antaño y ahora Señora del Sacrificio, decidió arrebatar su luz demasiado pronto. Dejó a una recién nacida, a un hombre destruído y a un reino abandonado que necesitaba más que nunca la paz de sus ojos y el calor de su corazón.

La reina falleció una semana después del nacimiento de Leonor. Por más de que intentó aferrarse a la vida, su espíritu valiente la dejó ir en paz después de sacrificar su alma por su hija. Aunque vinieron brujos y sanadores de todo el reino, el parto ya era demasiado riesgoso como para poder salvarla. Aparentemente, su destino ya estaba dicho. Los dioses menores se unieron como fieles siervos a Antheia, para escribir el futuro de la reina y así satisfacer a la Señora del Sacrificio, quien no dudó en usar su muerte como una advertencia a todo el reino de Válor.

Leonor le había dado vueltas una y otra vez al asunto, y mientras más lo pensaba, más grande se volvía el vacío dentro de su corazón. ¿Por qué sacrificar a su madre? Suficiente era el miedo a las deidades antes de que Antheia decidiera arrebatar a la reina de la vida de sus seres queridos. ¿Es que acaso los dioses prefieren un respeto forzado? Si es que la princesa perteneciera a Las Pasiones del Alma, haría todo lo posible para que su pueblo sintiera confianza, familiaridad. No un terror agonizante, y, definitivamente, no sería capaz de escuchar día noche agradecimientos falsos y plegarias cobardes.

Plegarias como las que suelta ella más de tres veces al día...

Que la reina estuviera muerta era devastador, pero era incluso peor no poder mencionar su nombre. Mucho menos frente al rey, quien, después de dieciocho años, era incapaz de recordarla sin desmoronarse. Las pocas veces que lo hacía, era inevitable no notar el brillo nostálgico que aparecía en sus ojos. Un brillo tan especial, tan lleno de amor, pero al mismo tiempo, un destello cargado de tristeza.

Leonor suspiró y negó con la cabeza, intentando espantar los pensamientos de su difunta madre y de la añoranza de su padre. Ató con uno de sus lazos de satín la última trenza, justo a tiempo. El señor Phill, su entrenador, los esperaba con una sonrisa junto a la fuente que había en el centro del campo de entrenamientos. Esta era perfecta para refrescarse durante una calurosa sesión de arco y flecha, o para empujar a Ansel para hacerlo enfadar. Su entrenador era un viejo barrigón que siempre llevaba la sonrisa bien puesta en la cara. Desde que la princesa era niña, lo recordaba con los mismos ojos caídos y la familiar sonrisa dulce. Pasó una mano por su calva y luego los saludó con el brazo en alto, gritando un:

¡Bienvenida, princesa Leonor!

Ansel aceleró el paso y en pocos segundos ya se encontraban dentro del gran establo. Una estructura inmensa de color negro y madera oscura, equipada con todo el armamento necesario. Aunque, para ser sinceros, la mayoría de niños y adolescentes que entrenaban en el castillo lo utilizaban como base para planear travesuras o como escondite para explorar los límites de sus hormonas rebeldes del pleno crecimiento.

Leonor bajó con agilidad del lomo desnudo de Ansel, justo a tiempo, antes de que él regresara a su forma humana.

La Maldición de CáligoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora