PRÓLOGO

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Oscuridad.

Eso es lo primero que mi mente percibe en el vacío en el que se encuentra.

No puedo moverme. Tengo las extremidades entumecidas y cualquier zarandeo se siente como un esfuerzo sobrehumano. Empiezo a notar poco a poco la falta de autocontrol en mi sistema, dejándome a la merced de la fina línea entre la vida y la muerte. Siento el fuerte golpeteo de los latidos de mi corazón en mi cuello, en mis manos, en todo mi cuerpo. Cada vez más rápido, más intenso. La respiración se me acelera y de repente me siento desfallecer.

Quiero moverme, pero el intento es inútil. Lágrimas traicioneras escapan de mis ojos hasta llegar a mis mejillas. Trato de resistir tomando una gran bocanada de aire, pero lo único que consigo es incrementar aún más la dificultad para respirar que me embarga en estos momentos. Los brazos me pesan y me siento como si estuviera flotando, alejándome cada vez más de la cruda realidad.

Me digo a mí misma que esto está bien, que es como tiene que ser y que ya no puedo hacer nada para impedirlo, pero algo dentro de mí se aferra con uñas y dientes a la más mínima esperanza, me insta a que siga luchando y me mantiene con vida a pesar de estar agonizando.

Decido callar a esa vocecita en mi interior que se resiste segundo a segundo a este final, y así es como acabo recreándome en un caos de llanto, miedo y dolor. Lo único en lo que puedo pensar es en terminar, en que acabe ya.

La debilidad en mis músculos cada vez es más aguda, pero ya no me opongo, tan solo me dejo ir. Los párpados se me cierran y sé que me estoy rindiendo. Así de fácil, así de sencillo. Pero es lo correcto.

«Esto es lo correcto», me repito una y otra vez hasta que hay una parte de mí que llega a creer que tiene el control de la situación.

De repente, se oyen unos golpes. Aquel lado consciente que aún se apega a la vida es capaz de prestar atención a los estruendos.

Se abren puertas, se cierran puertas, pisadas sólidas, gritos, llantos.

Y una voz... «¿Qué has hecho?».

Toda la fortaleza que había estado sustentando se hace añicos, y con ello, vuelve el miedo y la desesperación. El ruido en mi cabeza se junta con el del exterior y de un segundo para otro todo se vuelve negro, pero yo sigo intentando salvarme.

Ya no puedo más.

Suplico en mi interior que esto pare, pero lo único que obtengo en respuesta es la angustiante quemazón que se implanta en mi pecho robándome el aliento. De un momento para otro mis extremidades recuperan la fuerza perdida y en un acto reflejo desesperado empiezan a golpear todo a su alrededor, olvidando que estoy postrada en una cama.

Quiero chillar, quiero dejar salir todo lo que llevo dentro.

Quiero huir, quiero escapar. Quiero quedarme y someterme a mí misma a este infierno.

Quiero, quiero, quiero.

Siento que ya lo he perdido todo, que ya no tengo nada más que hacer aquí.

Todo se junta en un mismo instante como el relámpago antes del trueno. Lo único que puedo hacer ante tal colapso es gritar. Gritar hasta quedarme sin fuerzas, hasta sentir que se me desgarra la garganta, hasta no poder más.

Un sonido aterrador y espantoso que me aleja de golpe del mundo de los sueños.

Sobresaltada, me muevo por el colchón hasta encontrar el interruptor de la luz. Me siento sobre el borde de la cama con las piernas todavía temblando.

Frente a mí, la luz de la luna se cuela por la gran ventana que aporta iluminación al cuarto. De inmediato una necesidad desenfrenada me sacude entera.

Aire. Necesito aire. Avanzo como puedo hasta allí, dejando de lado toda la agitación que me impide pensar y actuar con claridad. Al llegar a mi objetivo y conseguir abrir el cierre me siento como si hubiera corrido un maratón.

No me doy cuenta de lo mucho que me cuesta mantener una respiración pausada hasta que me encuentro totalmente arrodillada en el suelo, con una mano en el riel y la otra sobre mi estómago.

El aire veraniego de las Lowlands me cala los huesos de una manera abrumadora, pero no me aparto.

Me concentro en eso, en sentir el frío en cada centímetro de mi piel, en rehuir de los pensamientos que corren a cien kilómetros por hora dentro de mi cabeza, en contar hasta diez repetidas veces hasta que siento que no voy a desplomarme en cualquier momento.

Así pasan varios minutos, hasta que entre temblores puedo volver a ponerme de pie. Mi mano sigue aferrada a la superficie de la ventana con tanta fuerza que apenas puedo pensar en nada más. Inhalo profundamente, diciéndome a mí misma que puedo con esto. No es nada que no haya pasado ya antes.

Consigo desperezarme y doy un paso en dirección contraria, hacia la puerta. Camino a tientas en la oscuridad, con cuidado de no despertar a nadie. Atravieso el pasillo y bajo las escaleras agarrándome a la barandilla como si me fuera la vida en ello. Al llegar a la cocina me sirvo un vaso de agua y apoyo las palmas sobre la encimera.

Una pesadilla. Otra vez.

Ni siquiera recuerdo la última vez que pude dormir tranquila, sin tener que preocuparme por estos sueños espantosos.

Me bebo el vaso de agua de un tirón, esforzándome por encontrar cualquier distracción para callar mi mente. Con todos esos pensamientos recorriendo mi cabeza no soy capaz de notar la presencia de alguien más en la estancia hasta que su voz me sobresalta.

―¿Va todo bien?

Me maldigo mentalmente en diez idiomas distintos.

―Sí, claro ―murmuro con el tono de voz más templado posible.

―Te he escuchado antes ―persiste él.

Cojo aire, procurando tomarme esto con toda calma que puedo llegar a albergar dentro de mí.

―No ha sido nada ―sentencio. No quiero llegar al mismo punto de siempre, sé que no servirá de nada.

―Mentirte no te hace ningún bien. ―Me recuerda. Como si no lo supiera ya.

―Hay muchas cosas que no me hacen ningún bien. ―Al instante me arrepiento de haber soltado esas palabras, temiendo haber sido demasiado brusca. Sin embargo, él se mantiene impasible y permanece en silencio, así que continuó―. Olvídalo, ¿vale? No pasa nada, no tienes por qué preocuparte.

Me giro hacia él y nuestros ojos se encuentran, solo que esta vez no me preocupo en fingir gracias a la semioscuridad y a la distancia entre nuestros cuerpos. El aura tan confidencial que lo rodea hace que tenga ganas de dejar de lado toda esta precaución que tanto me he esforzado en mantener con todo el mundo.

―Como quieras ―acepta―, pero puedes hablar conmigo.

«No, por supuesto que no puedo. ¿Es que no ves que no quiero implicarte más en esto?».

Mientras, él sigue observándome, atento a mi respuesta. Yo solo asiento, supongo que decepcionándolo. Al ver que no tengo ninguna intención de continuar hablando, suspira y emprende el camino de vuelta a su habitación.

Una parte de mí sabe que lo mejor es no volver a sacar el tema, por lo que le dedico una última palabra que sé que bastará.

―Freddie. ―Lo llamo.

―¿Sí?

―Gracias.

Él me echa un vistazo por encima del hombro, por lo que puedo ver las comisuras de sus labios alzándose en una sonrisa. Después avanza por la escalera hasta que lo pierdo en la oscuridad, y yo puedo volver a respirar.

Me da igual no haber sido capaz de calmarme a mí misma. Me da igual que todavía me tiemble todo el cuerpo, que los apresurados latidos de mi corazón no hayan mitigado.

Me da igual saber que aunque intente conciliar el sueño, por mucho que quiera, no voy a poder, y que si lo hago, las pesadillas volverán.

Lo único importante es que he conseguido que deje de preocuparse por mí, y eso es suficiente.

Al menos, por ahora. 

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