IV

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La luz plateada de la luna acompañaba la palidez de su piel y el enigma detrás de sus movimientos. Se escabullía en la oscuridad de la noche por los jardines del templo lunar. Debía ser sigilosa y rápida en su tarea, así que no le importó que el dobladillo de su larga túnica se empapara de tierra y rocío.

Cuando llegó junto al lago, corrió el velo que ocultaba su rostro, dejando que la luna bañara sus facciones. Observó los nenúfares donde comenzaban a aparecer los primeros brotes de las flores de loto. Los analizó uno por uno con cuidado, hasta que encontró el más hermoso y delicado de todos.

Sacó dentro de sus ropas un pequeño vial de cristal y jugueteó un poco con él. Luego, lo observó. La sangre aún estaba fresca; no había perdido su rojo brillante característico de la sangre de una virgen.

Roció el centro del nenúfar con el contenido carmesí del cristal, mientras su olor metálico se mezclaba con el aroma a azahar impregnado en el ambiente.

Parecía que nada había cambiado en aquella misteriosa escena, pero dentro de las raíces de la flor de loto, una corrupción comenzaba a esparcirse. La mujer, satisfecha, volvió a cubrir su rostro con su velo y se alejó del lago entre las sombras de la noche. 

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