Capítulo 36

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LINK

Corrimos de vuelta a casa tan rápido como nos permitían las piernas.

Las de Zelda no tardaron en fallar. La atrapé antes de que cayera al suelo, por suerte. No se lo reprochaba; la nieve nos llegaba casi por las rodillas, y el camino era resbaladizo y escarpado. Sabía que ella era fuerte, pero hacía solo unas horas había estado a punto de congelarse. Por supuesto que no había recuperado del todo sus energías todavía. Y, además, estaba de parto.

El mero pensamiento fue suficiente para hacer que entrara en pánico, pero me obligué a mantener la cabeza fría. Ella necesitaba que estuviera a su lado. Necesitaba que estuviera tranquilo. Mi hijo había crecido en su interior y ahora iba a traerlo al mundo, con todo lo que eso conllevaba. Ser lo que ella necesitaba que fuera era lo menos que podía hacer.

Se dobló de dolor con una exclamación ahogada de pronto. Permití que se aferrara a mis hombros mientras ambos esperábamos a que pasara. Por suerte, no duró mucho. Ella se incorporó poco a poco, con una mano en su vientre. Estaba pálida y temblorosa.

—No tengo fuerzas para llegar abajo —susurró, mirándome a los ojos—. Y esto solo va a ir a peor, Link. Nuestro hijo va a nacer en medio de esta montaña. Y todo porque yo...

—Zelda —dije, interrumpiéndola. Me sorprendía lo tranquila que sonaba mi voz. Estaba fingiendo de maravilla, por una vez desde que tenía memoria—, tienes que respirar.

El recordatorio no era solo para ella. También para mí mismo, aunque Zelda no tenía por qué saber eso. Estaba demasiado desesperada para darse cuenta.

Me hizo caso, por suerte. Inspiró hondo varias veces, aunque fue inútil. Yo la cogí en volandas y eché a andar de nuevo, lo más deprisa que podía. Era la única forma que se me ocurría de no quedarnos atrapados en la maldita montaña.

—No conozco a nadie más fuerte que tú —le dije—. Llegaremos a casa antes de que te des cuenta. Avisaré al curandero. Y tendremos a nuestro hijo sano y salvo gracias a ti.

Ella no dijo nada, pero yo esperaba haber ayudado. Me sentía terriblemente impotente en situaciones como aquella, donde no podía hacer nada por aliviar su dolor. En aquel momento, sin embargo, lo único que podía hacer para ayudarla era llevarla a casa lo más deprisa posible.

La nieve dejaba de ser tan densa conforme nos alejábamos de la cima, pero no me lo tomé como una buena señal. Eso significaba que el suelo estaría más resbaladizo.

Y no me equivocaba. Por suerte, había un único camino de ascenso y descenso en aquella montaña, de modo que podía prestar atención a dónde pisaba sin temer a perderme. Conseguí no resbalar, por obra de algún milagro.

—Si necesitas que pare, avísame —le dije a Zelda mientas avanzaba por el camino.

Ella tenía los ojos cerrados con fuerza, y sabía que estaba haciendo esfuerzos por mantener la respiración controlada. Sentí un nudo en el estómago, deseando poder hacer algo más para ayudarla de nuevo. Sería incapaz de sacarme aquel pensamiento de la cabeza hasta que nuestro hijo hubiera nacido, pese a lo mucho que intentaba convencerme a mí mismo de lo contrario.

Zelda asintió y abrió los ojos para mirarme.

—Estoy bien por ahora —la escuché decir con voz ronca—. Todavía son poco frecuentes.

Apreté los dientes. Había estado a punto de tropezar con una roca en mitad del camino. Las escaleras que marcaban el sendero estaban en ruinas, y aunque podía saltar los escalones de dos en dos, tenía que plantar las botas en el suelo con firmeza para no resbalar.

Luz dorada y espadas olvidadasWhere stories live. Discover now