Ella

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El bosque se estremecía ante el anuncio de una tormenta en el horizonte

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El bosque se estremecía ante el anuncio de una tormenta en el horizonte. Ella admiró a sus presas. Esta vez eran quince mujeres jóvenes, envueltas en aquel uniforme prístino y armadas con arcos y flechas. Temblando, a pesar de las altas temperaturas del verano, a causa del miedo y de la humedad que se calaba en sus frágiles huesos. Sus togas se llenaron de barro cuando embarcaron en la playa. Una de ellas pareció tomar el liderazgo. Siempre había valientes. Sacerdotisas cazadoras, se llamaban a sí mismas. Sus ancestros habían pasado siglos intentando cazarla a ella.

Esperó a que se adentraran en el bosque. Dejó que se separaran. Las llamó con cánticos de ave nocturna, con las voces suaves y los destellos de todas las almas que había consumido. Escuchó sus nombres para susurrarlos a través de la lluvia y el viento; y una vez comenzaban a oírlo, una vez giraban en cuello, se apartaban unos pasos del camino o corrían en la ayuda de lo que creían ser una compañera, ella las recibía con los brazos abiertos. Dejaba que la vieran, su forma cambiante e indescriptible, una amalgama de almas jóvenes y viejas, humanas y animales, entretejida con el más oscuro de los hilos de la noche y el olor de la tierra y las cenizas. Las cazadoras siempre le ponían rostro. Algunas parecían reconocer a una antigua camarada, antes de salir del ensueño provocado por el bosque y la niebla y comenzar a huir gritando. Ella había tomado la costumbre de imitar sus pequeñas armas de madera e hilo, había visto suficiente de su uso como para simular la caza, acecharlas con proyectiles de madera y hueso, atravesando la carne con un sonido húmedo que la hacía salivar. Acabó con catorce de ellas, una a una, bañando la tierra húmeda de sangre, carne y huesos resquebrajados. Nadie había respondido al grito de la última. Las supervivientes solían ser lo suficientemente inteligentes como para ignorarla: O eso pensaba.

Un dolor punzante la atravesó, y ella soltó un chirrido agónico, del dolor ardiente que le había provocado la flecha bendita. Pudo percibirla, al momento, a la cazadora que se escondía detrás del árbol, intentando colocar una nueva flecha en su arco. Ella hizo estallar el árbol con un coletazo de ira, y alzó su arco oscuro para enviar un grueso proyectil hecho con un pedazo de su tronco. Impactó en el hombro de aquel corderito. El olor de su sangre se mezcló con los aromas del musgo, la hierba y la tierra mojada. La toga blanca empezó a teñirse de rojo. Y ella se acercó. Se acercó porque ningún humano había sido capaz de atacarla en siglos. Continuó apuntándola con aquella imitación de un arco, acercándose despacio, provocando el más mínimo crujir de las hojas. La chica tiró de la madera clavada en su carne, y al gruñido de dolor le siguió un chorro de líquido oscuro y caliente que hizo que a ella se le removieran las entrañas. Siguió acercándose, paso a paso, mientras su presa jadeaba y lloraba. Sin embargo, no gritó cuando se dio cuenta de que no tenía escapatoria. Solo dejó de tirar.

Ella la alcanzó y se agachó sobre su diminuto cuerpo. Se le había resbalado parte de la tela por los hombros, revelando un pecho blanco y redondo, empapado de la lluvia que se había filtrado por su vestimenta toda la noche. La sangre le hervía por todo el cuerpo, y ella podía sentirlo, oler la reacción de su organismo, el miedo, el sudor frío: era embriagador. Le levantó la cabeza y la joven cazadora contuvo un gemido. Le lamió el cuello, donde ese aroma almizclado de su piel se mezclaba con el olor penetrante y metálico de la sangre, y esta vez su presa gimió. Ella sintió una ola de placer y lo repitió de nuevo, subiendo hasta el lóbulo de su oreja, deseosa de escuchar de nuevo aquel sonido. Estaba hirviendo por dentro.

La sacerdotisa la miró. No con miedo, esta vez, aunque sus pupilas dilatadas aún no abandonaban tal emoción. La tocó. Tocó su rostro, el rostro sin facciones, y ella sintió que todas las almas que la llenaban cantaron al unísono con la lluvia. La sacerdotisa estaba caliente. Podía sentir su sangre fluir a todas partes. A la cabeza. Al pecho. En la herida del hombro. Bajo el estómago. La humana tomó una de sus garras y la llevó a su pecho. Era suave, y frágil, y un solo movimiento bastaría para romper aquella piel. Rodeó el pezón con uno de aquellos cuchillos de hueso, llevándose consigo el más fino hilo de sangre. La humana contuvo el aliento, y se le erizó el vello del pecho y la nuca cuando ella se acercó para consumir el líquido, arrastrando las gotas de lluvia y sudor por su piel con una lengua áspera y caliente, hecha de los restos de sus siglos de caza nocturna. Cuando alcanzó la punta rosada del pezón, la sacerdotisa se estremeció, y el sonido más breve de desesperación escapó de entre sus labios.

Ella quería más. Necesitaba consumirla. Todo su cuerpo la empujaba a arrancarle otro gemido, siglos de almas consumidas, carne y huesos que vibraban al son de la respiración de aquel corderito. Quería despojarla de la toga y consumir el agua de lluvia que había tocado su piel, la sangre que le resbalaba por los pechos y el costado. Rasgó la tela blanca haciendo una línea a través de su estómago, hasta alcanzar la mata de vello oscuro entre sus piernas. La respiración de la sacerdotisa se aceleró.

Entonces ella lo vio, el más breve destello metálico a la luz de la luna, y apretó sus garras contra el estómago de la joven. La sangre borboteó en su garganta, y la daga cayó de la mano inerte de su corderito. Ella contuvo la respiración. Las sombras de los árboles se estremecieron. Ella se fundió en la oscuridad, acallando las ánimas revoltosas que aún ansiaban más.

 Ella se fundió en la oscuridad, acallando las ánimas revoltosas que aún ansiaban más

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Escrito por : kanris

Maquetación y corrección por: antologialight

Antología: Los siete pecados capitalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora