Capítulo IV. Visita inesperada

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Los primeros rayos de sol penetraban por los huecos de la persiana. Javier seguía durmiendo y el olor de café recién hecho le despertó. Se puso la pantaloneta y con mirada semidormida vio a Adriana, la mujer de Xema, haciendo café en la cafetera. Con voz entre bostezos, Javier dijo:

-Buenos días por la mañana, Adriana, ¿Todo bien?

-Sí, sí, todo sigue igual. Gracias por preocuparte. Veo que te estás adaptando bien.

-Sí, la verdad. Estoy bastante a gusto con vosotros. ¿Y el resto?

-Están en la mesa del comedor almorzando. ¿Qué quieres que te prepare?

-Lo que tú quieras.

-Como no hay gran cosa para elegir, he puesto ensaladilla de verduras con zumo de piña.

-No, por favor, mi madre ya hacia eso de comer, que asco.

-En esta casa se come lo que hay y si no te gusta te comes solo la mitad o sino no comas—dijo Adriana con voz burlona—. Así nos ahorramos tu ración.

-No me queda de otra. Si pude comer eso durante quince años, podré soportarlo quince más. Je, je, je.

Los ancianos, que eran los padres de Adriana, estaban durmiendo en el sofá. Estos estaban bastante cansados. Preferí no preguntar más. Solo los hijos permanecían en la mesa para dibujar en los cuadernos viejos que encontramos. Xema estaba reclinado en su silla, pensativo, mirando cómo se mezclaba la leche con el café en un remolino de colores al compás de la cucharilla. Estaba leyendo un viejo libro llamado La Odisea de un tal Homero. Posé mis manos en la ventana para vigilar la calle. Todo el pueblo estaba tranquilo. Hacía tiempo que no sentía tanta calma desde que todo comenzó. Desee que aquella mañana durara eternamente.

No había ningún senderista en la calle. Cogí rápidamente los prismáticos, pero tampoco se apreciaba nada. La calle permanecía en su habitual sempiterno silencio. Avise a Xema y le pregunté. También se extrañó. Aquello no era normal. Fui rápidamente a los cajones a buscar mi arma: la barra de hierro. Me guardé la pistola en la parte trasera de mi pantalón sin decirle nada a Xema. Solo era por si acaso. Me senté en la mesa y me dispuse a comer algo. Iba todo despeinado, con una barba de varios días y mi ropa toda llena de raspaduras y polvo. Daba miedo verme

-Deja que te tiré esa ropa y te traiga otra más decente.

-Espera un momento que coja algo—saque de mis bolsillos la pistola, sin que se diesen cuenta, y mi cajetilla de cerillas.

- ¿Para qué quieres eso?

-Es un recuerdo muy importante para mí. ¡Ah! Otra cosa, devuélveme esa chaqueta, que, aunque este bastante vieja, la quiero. Era de mi padre, al cual jamás conocí. Lo demás tíralo o haz trapitos o lo que quieras.

Abandoné la sala sin terminarme el almuerzo y me fui hacia mi querido sofá. Adriana vino cinco minutos después con algo para mí:

-Ten, Javi, esta ropa era de Xema, me la ha dado para ti. Otra cosa, perdona por lo de la chaqueta, no sabía que tuviera algún valor sentimental para ti.

-No pasa nada, son solo cosas que pasan. Además, tenías razón. Daba asco verme. Parecía un vagabundo.

-Vale, ya está todo dicho. Yo me voy al comedor.

-Enseguida voy. En cuanto me ponga la ropa. Menuda prenda tiene aquí, el colega, parece ropa de viejo: Un polo azul marino, pantalones clásicos de los vejetes y unos mocasines marrones.

Mire que hora era. Las diez y media de la mañana. Me puse la ropa y mi chaqueta y me levanté del sofá.

De repente se oyó un ruido violento a lo lejos, como el de unos motores de moto. Mi corazón empezó a latir a mil por hora, realmente la situación parecía seria.

El InZidente. El comienzo del desastre.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora