3. Marcar una diferencia

1.7K 89 71
                                    

La tierra se movía bajo mis pies. Con cada paso que daba. Todos los días. Así me sentía desde que comprendí cómo funcionaba el mundo. Me dijeron que no podía parecer débil ante los ojos de los demás, pero cada vez que intentaba ser fuerte, trataban de derribarme. No podía ser débil o fuerte. No podía ser nada. Por eso era algo que estaba en medio de las dos líneas, igual que los grandes muros de la academia cuando estuvieron rodeados de explosivos.

Era el monstruo grande y tranquilo que caminaba por sus pasillos y solo eso bastaba para que me señalaran o me convirtieran en el objetivo de sus burlas cuando ellos lucían como seres humanos normales y, en realidad, eran los que se dedicaban a cazar, mutilar, y destruir a otros. Yo usaba ese disfraz cuando en realidad me sentía muy pequeña dentro de él porque lo odiaba y me asfixiaba.

Aguanté días tras día, esperando el momento adecuado para romper el disfraz con mis propias manos y sacarme la máscara y mostrarles quién era y que podía derrotarlos con mis propias herramientas, sin importar que fuera pequeña, vulnerable, y apasionada. El piso podía temblar bajo mis pies, pero al final les caería el cielo encima a ellos.

Por ahora, recién había transcurrido una semana desde que desperté como un miembro activo o, mejor dicho, una aprendiz de la rebelión. No fui una idiota, no me quedé sentada de brazos cruzados para que solucionaran mis problemas ni me quejé de lo triste que era mi vida. En cuanto me dieron el visto bueno para quedarme, puse manos a la obra y me dispuse a investigar todo lo que estaba a mi alcance.

Ya no trabajaría para salvar el pellejo de nadie más, ni serviría para proteger el honor de alguien sin bondad. Las únicas órdenes que acataría serían las mías.

Aquella era la razón por la que caminaba con seguridad por los pasillos principales de una sede a la que tardé en acostumbrarme y no demoré en memorizar. Ya no me miraban tan raro como los primeros días. Tampoco me escoltaban como si estuviera en peligro de fuga. Iba sola y con una meta fija.

Sin embargo, nada era sencillo. Escalar desde abajo cuando una vez estuviste en la cima tampoco era muy gratificante. Aceptaron que estuviera ahí, no que fuera una de ellos en su totalidad. Me empujaron del piso más alto, me estrellé contra el cemento, y ahora pretendían que me arrastrara de vuelta para subir y lo haría porque esa posición me pertenecería a mí algún día y nadie lo cuestionaría nunca más. Yo sabía cuál sería mi lugar allí, solo me faltaba obtenerlo y requería mucho tiempo y paciencia.

Por eso, cuando entré a las cocinas, saludé a los presentes con un ademán, sin mostrar mucha apatía o demasiado entusiasmo, y me dirigí a la zona de lavado igual que los días previos mientras me ponía los guantes que llegaban hasta los codos y el delantal gastado que le correspondía al lavaplatos. Sí, esa era yo.

Cada vez que asistía a cumplir con mi nuevo deber, llegaba en las mañanas y veía una pila gigantesca de los platos y cubiertos sucios que fueron utilizados por los rebeldes. Los cocineros que no perdían ni un segundo para preparar los platillos en grandes cantidades con sus equipos modernos y aquellos que buscaban su comida delante de un mostrador me observaban como si esperaran que me quejara o hiciera una rabieta de niña rica y mimada por el trabajo pesado. No lo hice, de hecho, les regalaba una sonrisa vengativa si los atrapaba en el acto.

Según ellos, era una tarea que me asignaron como al resto, pero todos los que conocían mi identidad real sabían que se trataba de un modo extraño de hacerme pagar por lo que sucedió en la academia. En conclusión, un castigo. Siendo franca, resultaba relajante, me ayudaba a ejercitar los brazos, y me daba tiempo para pensar sobre mi próxima estrategia.

Por otro lado, el chico desconocido que tenía el mismo puesto que yo y se ubicaba en la otra punta de la zona protestaba con cada plato nuevo que llegaba y era gracioso el hecho de que me hacía ver como una santa en comparación. Una nueva tanda arribó estrepitosamente cuando otro individuo del sector arrojó directamente la vajilla usada a los dos fregaderos separados que había sin importar que estuvieran rebosantes. No iba a mentir, odiaba mi vida. Todavía. Todavía la odiaba y me preguntaba si algún día dejaría de hacerlo. De ahí los cambios que planeaba ejecutar.

ConvocadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora